“Me chamuyó”, “cobani”, “filo”... Cuando aparecían sus amigos, mi papá usaba expresiones lunfardas. A mí, que era una nena, me fascinaba escucharlos. Esas palabras que circulaban por fuera de diccionarios e instituciones, que jamás usaría la maestra y que para esos señores de corbata funcionaban como una especie de fuente de juventud y alegría, me parecían mágicas.
“Chongo” o “flashear” son algunas con las que posteriormente construí, al igual que papá, un código común con pares generacionales, y siento que las voy a recordar siempre.
Creo que lo mismo ocurrirá con los estudiantes veinteañeros a los que doy clases con sus “mili pilis” y “tinchos” y con cada grupo humano capaz de gestar jergas a partir de cosas tan variadas como ser hincha de fútbol, haber nacido pobre o rico o ejercer una profesión.
Es posible que cuanto más versátil sea nuestro estilo de vida, más sean las palabras inventadas o reinventadas que manejemos, de acuerdo al interlocutor.
“No tengo parrilla” decimos los periodistas cuando carecemos de un material publicable extra, como sucede con otros oficios que apelan a metáforas cuyo sentido cambia al cruzar las puertas del gremio. Incluso hay parejas que construyen un idioma común, a veces sentimentaloide u obsceno, siempre íntimo.
Ahora que Larreta decidió eliminar el lenguaje inclusivo de la enseñanza primaria, sus promotores tendrán la oportunidad de confirmar si, desde abajo y lejos de los empujones del poder, consigue afianzarse de la manera perdurable y feliz con la que se afianzaron cientos de lenguajes construidos comunitaria y orgánicamente por sus hablantes.