“Padres, madres, hijos e hijas, jóvenes y viejos, lanzados al mar de las pasiones electorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra de entusiasmo, marchando en procesión y vivando simultáneamente el adorable nombre de su divino jefe. ¡Eso es partido!
“—¿Por quién vota usted, señor don Pancho, para primer candidato de la lista?
“—Por mi venerado jefe, don Buenaventura.”
Don Buenaventura no es otro que Bartolomé Mitre y la novela se llama La gran aldea, roman à clef de 1882 por donde Lucio Vicente López hace circular nombres como “Tobías Labao, Narciso Bringas, Policarpo Amador, Hermenegildo Palenque”, elenco de máscaras que David Viñas remitirá más tarde a propósitos vindicatorios, pasando por alto su comicidad. Otro Lucio, Mansilla, recurre al sobreentendido, el entre nos, el guiño que juega con lo que sabemos, pero callamos. Cualquiera diría que, desvanecido el recuerdo común, perdidas las claves, estas páginas podrían volverse herméticas, pero sus reflejos sutilmente distorsionados de la vida colectiva terminan por tener más realidad que los documentos oficiales que ella produce.
Churrasquitos hervidos, billetes crocantes, el último libro de Jorge Asís, se encuadra en esta tradición literaria y, tanto su ilusorio coloquialismo como los recursos periodísticos de su autor (cercanos, también, a los de Julián Martel en La bolsa) funcionan como otro juego de espejos que disfraza hábilmente su condición de literatura de primer orden. Subtitulada “La novela del poder”, la caricatura a un tiempo corrosiva y benevolente de Asís sobrevuela los años posteriores al golpe del 55 para adentrarse en la vuelta de la democracia con Alfonsín, aquí llamado “El Providencial”, y llegar hasta el último mandato de Soraya Smirak, viuda de Iván Smirak, ascendido desde las frías profundidades de Santa Cruz a la presidencia de la Nación, tras el breve interregno del cabezón Utrera.
Ayudado por su condición de actor y testigo, Asís lleva tan lejos la minucia de su casa de muñecas que la abrumadora puerilidad de un retrato donde todo es levemente distinto para terminar siendo exactamente lo mismo se convierte en una puesta en abismo que lo incluye, al modo de Velázquez en Las Meninas, allá por el fondo del cuadro. De manera análoga, el lector también está ahí, devenido en sombra ante el espejo.
Creen los católicos y los musulmanes que espera a la humanidad un gran Juicio Final cuya celebración requerirá, no de una asamblea de fantasmas vaporosos, sino de la restitución de todos los acusados a su corporeidad tangible. Podemos no acordar con el particular veredicto de Asís, pero es imposible negar la eficacia lisérgica que otorga a sus actores, devueltos a la carne y el hueso con los que transitaron su vida (política y de la otra). Con sus adjetivos arteramente dislocados, su ritmo sincopado, su uso intempestivo del punto seguido que remite a algunas páginas del cordobés Juan Filloy y sus guiños mansillescos, Asís restituye texturas y sabores a una época entera. Sabores, sobre todo. La comida y la bebida, en su doble rol de testigos de encuentros y de definidores de personalidades, son por momentos tan centrales como “el enemigo está adentro, afuera el adversario”, suerte de leitmotiv con el que el libro condensa el derrotero del poder en la Argentina de los últimos años.
Sin los intentos que las narrativas políticas contemporáneas hacen por delimitar al peronismo, decir de qué se trata o a quienes interpela o debería interpelar, la novela del Turco apuesta al fondo sonoro de las dentaduras en acción de sus intérpretes, pintados a la Arcimboldo y, quizás por esa caracterización tan filiada a la vida, paradójicamente humanizados. Smirak “había pedido una pechuga de pollo asada con puré mixto y prácticamente hablaba sólo, mientras Utrera, atormentado por el sobrepeso, se entretenía con un lenguadito a la parrilla y su sanitaria papa cultural. Escuchaba el embrollo de Iván, pero mantenía la atención concentrada en el ofensivo arroz con mariscos que Espelucín (Domingo Cavallo) devoraba sin el temor de mancharse la camisa celeste con rayitas blancas o la corbata azul”. Utrera, como siempre, se muestra precavido. Es que en Churrasquitos hervidos, billetes crocantes, la comida, como las palabras, salpica. Mancha. O, como dice “El bandeja” Altamirano: “En este negocio, sos mandíbula o sos bocado, una de dos”.