“¿El nacionalismo? Es como una enfermedad infantil. Es... el sarampión de la humanidad”
Albert Einstein (1879-1955)
¿De quién será el equipo de todos? ¿Dónde nace tanto amor, dónde se diluye? ¿Cuánto se pone en juego mientras la pelotita rueda? ¿Qué nos hace los mejores o los peores del mundo? ¿Qué ganamos si ganamos, que perdemos si perdemos? ¿Para qué tanto fervor patriótico, si después cualquier colectivo nos deja bien?
Lástima: nunca tuve suerte con la Selección. La primera vez que la vi en vivo fue en Boca cuando aquel equipazo de Perú nos eliminó del Mundial ’70. Yo era un nene, todos me empujaban en la tribuna y no pude ver casi nada.
La segunda fue en 1978; otra vez contra Perú y en Rosario, como anoche. Había que marcar cuatro goles para ir a la final y los jugadores salieron a la cancha trotando como potrillos salvajes. ¡Flor de excitación psicomotriz! Fueron seis, la gente lloraba de alegría y yo empecé a sentir una incómoda sensación de vergüenza que no me abandonó más.
La tercera vez fue en 1979, en Suiza; un aburrido amistoso contra Holanda vendido como “la revancha de la final” que terminó 0-0 y se definió por penales. Nadie lo recordaría de no ser por la irrupción de aquellos carteles que, detrás de los arcos, formaban la leyenda “Videla asesino”. Incómodo debut para el ferretero Julio Grondona, flamante presidente de la AFA que además debió soportar con cara de póquer –y al lado de Lacoste– la presentación de una película oficial del Mundial que denunciaba a la dictadura argentina. Todo pasa.
Maldición; después de estas curiosas experiencias, mi entusiasmo por los equipos nacionales se fue diluyendo. Para colmo, cada vez que ganábamos algo en la tele aparecía Roberto Giordano con gorro, bandera, vincha... y a uno le daban ganas de hacerse uruguayo. No hay caso: el fútbol invadido por la racionalidad es una desgracia. La última vez que la jugué de hincha fue en un bar de Madrid lleno de gallegos y gringos sobradores, la triste tarde en la que Suecia nos echó de Corea-Japón 2002. The horror.
Pero vayamos al hoy; es decir, al partido de ayer. El artificio de buscar en Rosario el calor popular perdido en Buenos Aires no debería disimular el déficit de identificación real que –más allá de sus virtudes– provoca este plantel de emigrantes. Son y no son de acá. Y para colmo, Maradona divide aguas: unos lo quieren ver ganar y otros disfrutan cada vez que pierde. Yin y Yang.
Les aviso: escribo estas líneas antes de conocer el resultado del partido contra Brasil. No importa. Si ganamos somos los mejores y si perdemos, un desastre. Los fanáticos viven la derrota de sus clubes como una ratificación; se enorgullecen de su fidelidad, siguen yendo a todos lados, consolidan su loco amor en la mala. Pero con los colores nacionales, el efecto es contrario. La frustración provoca un quiebre intolerable; nos aleja de nuestro lugar en el mundo, allá arriba y a la diestra de Dios, otro compatriota. Sólo sirve ganar o morir.
Diego zapatea en la cornisa. Sabe hacerlo, es el baile que mejor juega y que más le gusta. Las pasó todas. Alzó la copa dorada en México, lloró por la final perdida en Italia, se quebró de chico cuando lo dejaron sin Mundial y ya veterano, cuando la efedrina le cortó las piernas. Maravilló al mundo con la pelota, pero sin ella no supo cómo jugar. No lo culpo: andar por el mundo siendo un mito vivo debe ser intolerable. La droga fue sólo un síntoma de la enfermedad. La adicción que la gente tiene con su figura es aún más grave que la suya con la cocaína; y la víctima de esa perversidad siempre ha sido el pobre Maradona.
“Nunca he sido más feliz”, dijo antes del partido. Quizá sea así, pero como entrenador lo he visto incómodo; agobiado, inseguro. Se ve que nunca antes vivió la experiencia de depender tanto del otro. Lidera, pero el método, la organización o la conducción estratégica jamás fueron sus mayores virtudes. Sus colaboradores ceban mate o le llevan la valija y Bilardo apoya sin meterse en nada y sueña con un retiro dorado en la AFA. Lo que venga no será un pic nic, pero hay unanimidad: Argentina irá a Sudáfrica. Lo merecemos, y además tenemos al mejor de antes y al mejor de ahora: Maradona + Messi. El Mundial nos necesita y también Brasil que quiere ganarlo con nosotros adentro.
OK, basta de Brasil, que ahora nos espera Paraguay, y en Asunción. Uf... Jugaremos en una caldera con tribunas y contra un equipo áspero, experto en complicarnos la vida; dirigido además por el Tata Martino, astuto discípulo de Bielsa. Será una durísima prueba para Maradona y sus simpáticos tipitos de PlayStation, estrellas del mundo global
Wow. ¡Otra épica batalla a todo o nada contra aquellos que conspiran contra nuestro destino de grandeza, lectores de la patria grande! Enorme motivación. Justo lo que necesita cualquier país muerto de crisis: objetivos claros que disimulen dolores, acrobáticos panquequeos y... exceso de piripipí.