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Haikus mexicanos

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Estoy tan ansioso –diría incluso angustiado– que no puedo dormir hace días, mi corazón palpita como un potro al galope, estoy bajo la emoción y conmovido por la duda: ¿Quién ganará hoy? ¿Gabriela u Horacio? Pocas cosas me importan más en el mundo que esta elección… Porque además, si gana Gabriela, ¿significa que perdió Mauricio? Y si gana Horacio, ¿qué será de la vida de Gabriela? El mundo de la política es demasiado cruel, y yo no tolero sentirme así –la boca apretada, los puños cerrados–, al menos me tranquiliza –sólo un poco– saber que gane quien gane el equipo va a seguir (¡Ambos lo prometieron en el debate en Todo Negativo!) y que también prometieron “seguir trabajando para resolver los problemas de la gente…” (Lo mismo me dijo el mes pasado el administrador del consorcio de mi edificio.) En fin, no puedo más con esta incertidumbre. Algo tengo que hacer. Tengo que salir de este encierro desesperante…Pero, ¿dónde puedo ir? Hoy es domingo, además se vota, no debe haber nada abierto… Sí, ya sé: la Feria del Libro. ¡Fantástica idea! La Feria del Libro está abierta hoy (y también el 1º de mayo, hecho con el que concuerdo plenamente: a ningún escritor ni editor se los puede llamar, en sentido estricto, “trabajadores”). Ahora que lo recuerdo, México es la ciudad invitada de honor, y tal vez se pueden encontrar libros de autores de esa zona. Aunque sobre el que vamos a disertar a partir de este momento sería raro que se encuentren algunos de sus libros, incluso es raro hallarlos fuera de la Feria, en las librerías de la ciudad. Porque raro, en verdad, es un buen adjetivo para introducir a Juan José Tablada (Coyoacán, México, 1871; Nueva York, Estados Unidos, 1945), uno de mis escritores favoritos de esos años: poeta, periodista, ensayista, escriba por encargo (levemente inescrupuloso), importador de vinos en un país que aún hoy no tiene la cultura del buen vino (no obstante ganó fortunas: se hizo construir una inmensa mansión de estilo japonés que luego derrumbaron los zapatistas), director de la Revista Moderna, es junto a Ramón López Velarde probablemente lo único interesante que le ocurrió a la poesía mexicana hasta la aparición de Los contemporáneos.

Originalmente influenciado por el decadentismo (de ese período, César Aira rescata su poema Onix: “Torvo fraile del templo solitario/ que al fulgor de nocturno lampadario/ o a la pálida luz de las auroras/ desgranas de tus culpas el rosario…/ ¡Yo quisiera llorar como tú lloras!”), autor incluso de un bonito exvoto al propio López Velarde, muerto tan prematuramente (“Consagro a su memoria este retablo:/ un lucero nos guía hasta el establo”) es sin embargo la influencia del exotismo –japonés y chino– lo que vuelve única su obra. Autor de frases encantadoras (“Es de México y Asia mi alma un jeroglífico”), mucho más encantadores son sus haikus dedicados a los gansos, el bambú o las nubes. Sobre El pavo real, escribe: “Pavo real, largo fulgor/ por el gallinero demócrata/ pasas como en procesión…”. O este hermoso Luciérnagas (que, no sé por qué, parece escrito por Arturo Carrera): “Luciérnagas en un árbol…/ ¿Navidad en verano?”.   

Un día Carlos Monsiváis me dijo que deje de hablar tanto de Tablada y López Velarde, que también está Efrén Rebolledo. Tenía razón, aunque ése es otro tema.

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