En estos días pascuales me pongo a revisar la historia del vegetarianismo. Una vez Kafka fue a un acuario con su amigo Max Brod y se puso a hablarles a los peces: “Ahora al menos puedo mirarlos en paz, ya no los como”.
Se dice que Pitágoras fue vegetariano, pero no hay pruebas (el malentendido proviene de las Metamorfosis de Ovidio, que le hacen decir al griego una sarta de lugares comunes filosóficos que agradaban a las matronas romanas). Se dice que Hitler fue vegetariano, pero los cultores de esa práctica contracultural niegan la especie (como si ser vegetariano nos salvara de la iniquidad, de la locura, del resentimiento).
Plutarco incluyó entre sus Moralia un libro entero, Sobre comer carne, que comienza con el mismo equívoco pitagórico y acusa: “¿De verdad preguntas, tú, por qué razón se abstuvo Pitágoras de comer carne? En lo que a mí respecta, quisiera saber –perplejo como estoy– con qué actitud, con qué suerte de disposición anímica o mental, la primera persona probó sangre con su boca, rozó con sus labios carne de animal muerto y –preparando mesas de cuerpos e imágenes inertes– denominó ‘alimento’ y ‘nutrición’ a miembros que, poco antes, podían rechinar, aullar, moverse y ver. ¿Cómo podía la vista de esta persona recrearse en la matanza de animales que eran degollados, desollados, despedazados? ¿Cómo soportaba su olfato el hedor? ¿Cómo no repugnaba la contaminación a su gusto, el cual se hallaba en contacto con las llagas de otros seres y recibía flujos y sangre de heridas mortales?”.
En Sobre la abstinencia, Porfirio toma el mismo partido ético y retórico en favor de los animales.
El Primer Congreso Mundial Vegetariano se realizó en Dresde en 1908.
Nuestro catolicismo de Roma, que no se priva de nada y todo lo perdona, proclama la abstinencia durante un día al año y, contra la matanza del cordero, un borrego cada tanto (más ya es vicio).