Tal vez, como bien sabía Cervantes, lo máximo a lo que puede aspirar una persona que piensa su vida bajo la figura del arte o un artista a la hora de definir a su personaje es a lograr que en la memoria ajena, un eco de esa identidad se imprima gracias a una serie de trazos inolvidables. Para cerrar el ejemplo, Don Quijote es flaco, idealista, leído, verboso y loco para siempre.
Sai Baba se encargó de subrayar la fortuna de haber nacido Dios, dilapidando entre los miles de optimistas, crédulos y desesperados una serie de milagros baratos; polvos curativos extraídos de vasijas invertidas, relojes de valor escaso surgían de la nada de una manga amplia y oportuna para ser regalados a sus fieles. Si Cristo caminaba sobre las aguas, extraía espíritus demoníacos y resucitaba después de muerto, si los monjes budistas volaban a baja altura para demostrar la inocuidad y despreciabilidad de los milagros de poca monta, Sai Baba hizo –en cambio– su fortuna y su nombre basados en el reparto de su cotillón y en la fe que poseían sus seguidores respecto del rasgo incompartible del milagro producido. En su brillante crónica de viaje Dios mío, Martín Caparrós cuenta que un mago de salón trató de demostrar que los trucos de magia son sólo eso, trucos, y se presentó en un encuentro de píos saibabenses y procedió a reproducir uno por uno los que hacía el señor Sai, con el único resultado de que le rompieron la trompa a tortazos. No se trata sólo de saber hacer, sino de saber hacer creer, parece. Es evidente que a aquel dios recién muerto nada le hacía mella. Ni las acusaciones de indagar las posterioridades de jovenzuelos, ni la sospecha de que a sus obsequios le habían borrado el “made in Taiwán”, en otro milagro previo. ¿Por qué un dios encarna en uno y no en todos? ¿Por qué sus logros son realizaciones de fábrica? Si Dios es un gesto que construye un mundo y no lo duplica inútilmente, estaba más cerca de lo divino Bin Laden, que buscaba eliminar o transformar lo real, y que hizo de opositor y destructor de la manera más adecuada a los fines de los Señores de los Imperios de nuestro tiempo, que aquel gordito hindú que, encima, la pifió con la fecha de su propia muerte.