El año pasado la editorial Lumen publicó Los últimos testigos, de Cynthia Ozick (editada
originalmente en 2004 en inglés como Heir to the Gimmering World). Ozick nació en Nueva York en
1928, ciudad en la que todavía vive, y es sin dudas una de las mejores escritoras de la literatura
norteamericana contemporánea, si no la mejor. Conocí su obra hace muchos años, gracias a Andi
Nachón, la autora de W.A.R.Z.A.W.A (“llega otro invierno. Una papa/humeando desde un cacharro
de metal –para ver/desde allí– los ojos del amo: tapame la cara”). En una misma
conversación, Andi me recomendó dos autores que yo no conocía: John Asbhery y Cynthia Ozick.
El poeta Asbhery escribió una veintena de libros irrelevantes y una obra maestra, única y
genial: Autorretrato en espejo convexo. La de Ozick es una obra más pareja, llena de grandes
cuentos, novelas, poemas y ensayos (volviendo a Nachón, cómo no estar agradecido con alguien que me
hizo conocer dos escritores de los nunca más pude salir). Pero sus textos extrañamente circulan
poco y mal en Buenos Aires. Los últimos testigos fue publicado en España pero por ahora no se
distribuyó aquí. Antes, la editorial Montesinos había publicado tres de sus libros –entre
ellos Levitación, mi favorito– pero ya no se encuentran, sin contar que casi la mitad de su
obra sigue sin ser traducida. En castellano su destino es errático, quizá la suya sea una
literatura demasiado aguda, erudita y sutil, entre tantos Chuck Palahniuk, Jonathan Franzen y David
Foster Wallace (¿queda viejo decir que la difusión masiva de esa clase de escritores muy menores se
debe pura y simplemente al imperialismo cultural norteamericano?). Pero la buena editorial Bajo La
Luna anuncia para dentro de unos meses la publicación de Virilidad, la primera traducción de Ozick
hecha en Buenos Aires. Es una gran noticia.
La literatura de Ozick está en el cruce entre Henry James, la sensibilidad judía
centroeuropea y la vida urbana neoyorquina. Es insuperable su talento para el cuento largo o la
novela corta, hechos de atmósferas perturbadoras a base de diálogos filosos, inmigrantes judíos que
jamás encuentran su lugar en el mundo, y una ironía radical que nunca es cruel. Buena parte del
arte de Ozick reside en el modo en que describe a sus personajes. Ese es un problema central de la
novela del siglo XX: ¿qué hacer con los personajes? Nathalie Sarraute en La era de la sospecha
proponía recelar de su dimensión espiritual, de su soporte psicológico, de su encarnadura realista:
los personajes para Sarraute son ante todo puntos de pasajes del balbuceo del lenguaje o de la
pulsión liberadora de la sintaxis (publicado en 1956, La era de la sospecha encierra un programa
literario aún vigente). Ozick –menos vanguardista pero igual de radical– resuelve el
problema ampliando el detalle, reconstruyendo el todo a partir de la parte. La literatura de Ozick
puede leerse como un fragmento de una historia mayor imposible de narrar (la historia de la
fragilidad humana). Ozick nos dice que querer narrar el todo es totalitario, y entonces es en el
detalle, en la inestabilidad de la impresión, en el doblez de la frase, donde se juega el arte de
la subversión de las formas.
En Levitación, Lucy, la anfitriona de una fiesta en Manhattan, se da cuenta de que uno de sus
invitados es un refugiado judío recién llegado a Nueva York: “Un refugiado: dedos como largas
velas, podados por las uñas”. En Los últimos testigos, la señora Mitwisser busca una
asistente, y en la entrevista con Rose, le explica que no tiene mucha plata para pagarle, que la
comida es mala y que las sábanas se cambian de vez en cuando. Y la narradora agrega: “Todo
ella era una disculpa en sí misma: sus hombros caídos, sus manos, temblando nerviosas en torno a la
boca o agitándose como en busca de una cuerda fantasma que la rescatara y la hiciera
desaparecer”. Eso es todo, con eso alcanza: con la descripción de unos dedos, para
reconstruir el mundo.