Es el talento de narradora de Laura Ramos lo que imprime un tono exacto a Las señoritas. Las historias de aquellas maestras que Sarmiento hizo venir desde Estados Unidos y ejercieron su función en varios puntos de la Argentina no precisan verse enfatizadas por adjetivaciones épicas: lo admirable se suscita, por así decir, como por sí mismo.
Sarmiento tenía sus cosas, ya lo sabemos. Pero en tiempos como los nuestros, en los que se aprecia la displicencia cínica del dejar correr bajo el consejo de prescindencia del “soltar”, qué bien luce, por contraste, el hábito de obstinación de Sarmiento, su seguirla y seguirla y seguirla. Sarmiento no sabía soltar ni tenía intención de aprenderlo. Había en su temperamento, en los términos de la época que le tocó, algo que lo impulsaba a no atenerse a lo que ya existía, a forjar lo que aún no existía y parecía no poder existir.
Las historias de aquellas maestras son historias de emancipación, más acá o más allá de los límites de su tiempo. Historias de mujeres que no hubieron de emanciparse sin mirar más allá de sí mismas, al indicarles, por ejemplo, a ciertas alumnas, que al ir a la escuela no tenían por qué hacerse llevar las cosas por un sirviente.
Ramos consigna en varios momentos cuánto se les pagaba a estas maestras por su trabajo, lo coteja con lo que ganaban los docentes locales, se interesa por el valor real de esas remuneraciones. Estas historias rebosan de vocaciones y sacrificios, pero no son historias de sacerdocios sin anclaje real. Hay
maestras que trabajan y hay salarios, hay sitios concretos que es preciso poner en condiciones para que enseñar y aprender resulte posible. Se evita así el gesto vacuo y tan corriente de clamar en abstracto por la importancia de la educación, sin tocar el tema específico del presupuesto que se le destina: quiénes luchan por su aumento y quiénes no hacen sino retacearlo y reducirlo.