Además de los desperfectos eléctricos, la sala mantenía un incesante olor a humedad. El living penumbra, de unos doce metros cuadrados, era casi circular, como si estuviera en la cima de una torre. Dominaba el bordó, apagado ya por los años. El techo enmohecido dejaba ver sus ruborizados jirones. En una de las paredes, opuesta a la puerta de entrada, dominaba un escritorio de melanina, oscurecido por los tintes del caoba. (A fuego lento se cocinaban las lentejas, pero el olor que llegaba era del queso rancio.) Tenía tres cajones por lado, un velador de pinza cargado con una lámpara luz-día para evitar el cansancio de la vista. Sobre el escritorio, cientos de páginas impresas de wikipedia, apiladas, también una edición (fotocopiada) de El embajador, de Morris West. Un portarretratos al costado del monitor chato de diecisiete pulgadas. Detrás del vidrio, la fotografía 13 x 18 capturada al momento del recibimiento, clausura de los estudios, los años felices.
En esa habitación había más muebles que en la contigua. No sólo el escritorio, la computadora, el sillón y la tele (amurada a un soporte rígido en la pared de ladrillos huecos), sino también una diminuta mesa de pino, dos sillas de hierro, una repisa con los trofeos deportivos, y una biblioteca. Sobre un rincón tres cajas de cartón amontonadas. Detrás, más pintura descascarillada. El otro ambiente, apreciablemente más pequeño, albergaba la cama desnuda, una mesita sin cajones y sobre ésta una lámpara celeste de cerámica. Detrás de la oscuridad absoluta, vivían dos pequeñas lámparas de pie, sin focos. Una cortina blanco perla cubría la ventana y el placar siempre abierto contenía el vestuario del dueño de casa. El suelo estaba frío y mojado como una celda del zoológico.
Habité ese departamento durante una semana. Había decidido detener la marcha luego de cuatro semanas de viaje, en verdad agitadas, por la selva y la costa ecuatorianas. Si bien Guaranda (una mancha difusa ligeramente pastiche había tomado parte de mi rostro hinchado, entre el pómulo derecho y la sien. Me pareció oír el silbido de un mosquito, el aroma descansado de las lentejas se metió por los agujeros de la nariz. Sentí la rigidez en la espalda como si cargara con el caparazón de un gigantesco caracol marino) no ofrece grandes atractivos (la custodia permanente del volcán Chimborazo, ahhh), me atrajo el pulso atenuado que ostentan los pueblos de provincias.
Al tercer día, luego de mi caminata habitual por el mercado y su gentío, volví al depto con la intención de ducharme y salir a contemplar las estrellas desde la plaza central (la entrada al edificio de dos plantas quedaba en un callejón estrecho y maloliente; con impulso elástico sorteé los montículos de basura que escondían a las ratas, ratas esquivas al sol). A escasos centímetros de la entrada yacía un cuerpo tumbado sobre el tablero de baldosas. Apelotonado como un feto, como un feto apelotonado, no alcanzaba a verse el rostro, que cubría con sus manos, manchadas de barro, al igual que su cuello, el tronco y las extremidades. Fue así que me acerqué. Pensé en dejarle unos pesos para que comiera (mordí mi labio inferior, jugueteé con las uñas, mientras mantenía la atención en la dilatación y contracción profunda y pausada del torso. Respiraba, estaba vivo al menos). Incliné el espinazo: ¿Me escuchás? Un gabán de plástico echo un bollo sostenía su cabeza peluda.
El sujeto abrió los ojos, y respondió (jamás olvidaré esa mirada): Estoy bien, solo que duermo fuera de mi casa cuando se la alquilo a algún turista o viajante. Una nube descomunal cerró el día como una almeja.