Ahí está Juan de Garay (me refiero, claro, a su estatua), marcando el suelo con la punta de su espada, como si escribiera (trazo, huella, certificación). A la vera de la Casa de Gobierno, el lugar del Poder Ejecutivo Nacional, y a metros de la Plaza de Mayo, la plaza histórica por antonomasia. Ahí está porque ahí fundó, y al fundar estableció el fuerte.
Y allá está Pedro de Mendoza (me refiero, claro, a su estatua), algo desplazado, más bien hacia el borde, relegado en cierta forma, dando un firme paso adelante que no se sabe empero hacia dónde va a llevarlo. Está en el Parque Lezama, justo antes de que San Telmo empiece su declive hacia La Boca. Y es que su fundación, la primera, no prosperó, se diluyó, resultó la fundación de una nada, o de algo que no existió hasta que otro vino y encaró la tarea de ponerse a fundar de nuevo.
A Pedro de Mendoza cabe pensarlo desde “El hambre”, ese gran cuento de Manuel Mujica Láinez con el que comienza Misteriosa Buenos Aires, donde lo remite acabadamente a lo más hondo de la desesperación y de la noche. Pero hay que agregar también, cuándo no, a Borges, la “Fundación mítica de Buenos Aires” de Borges, porque ofrece su versión alternativa de una fundación de ciudad en Palermo, en esa manzana ciertamente tan suya, por oposición a la fundación que llegó por el Riachuelo, la de Pedro de Mendoza por ende (de ahí lo de los “embelecos fraguados en La Boca”). Borges elige la ciudad del mito de las orillas y sus cuchilleros (la elige habiéndola forjado), en vez de la ciudad de la realidad social de aquel barrio de inmigrantes italianos. Y a la hora de imaginar un punto en el cual podía contemplarse el universo entero, el mundo todo y en todos los tiempos, lo situó en una casa ubicada en la calle Garay.
Dos fundaciones, dos fundadores. ¿Error y enmienda, o insistencia indispensable? Porque hay en la política argentina una tendencia algo porfiada a estar a cada rato fundando o refundando el país, a declarar pomposamente, por ambición o megalomanía, por fe ciega o por manipulación, que una era centenaria se cierra, que una era milenaria se inaugura, que nace por fin una nueva Argentina y que esta vez será próspera y será potencia. Y al cabo el asunto se frustra. Y al poco tiempo se vuelve a empezar.
¿No será mejor, me pregunto, dejarse de fundar un poco y atenerse a gobernar? No es por ponernos derrideanos, pero ¿no será mejor, para el caso, pensar más bien en Rosario, esa ciudad que carece por cierto, para su bien, de mito de origen, que no tiene fundación ni fundador? Ni una, ni dos: ninguna. Que se formó, como por sí sola, en el puro devenir del tiempo; y en ese puro devenir, el del tiempo, existe y transcurre, se preserva o se transforma, se mantiene o modifica. Sin tanta y tanta declamación fundacional: sopesando, a cada momento, lo que se es y lo que no se es, lo que se quiere ser o no se quiere, encontrando o desencontrando tal futuro o tal propósito, pero sin decretar una hora cero a razón de dos o tres veces por década.