¡Cómo me aburre el humor político de actualidad! Y algo peor: ¡cómo me extraña su falta! Sigo trabajando en Italia, donde Berlusconi no da tregua y cuesta seguirle el paso, y me sorprende mucho la falta de respuesta jocosa, anticultural, que bien podría surgir de espontáneas itálicas plumas.
Sospecho que mi sueldo se justifica en hallar motivos estrictamente privados para escribir de algo más o menos público, así que les cuento que un editor generoso me quiere publicar unas obras viejas, un poco malqueridas por mí. Tengo el hábito monogámico de gustar sólo de mi última obra. Así que la oferta es complicada. Si bien tengo motivos claros para no haber publicado esas obras, me corren con el hecho de que –en un futuro cercano– mis motivos pueden no importarle a nadie. Esta sensación de incomodidad no es nueva. Salvando escandalosas distancias, Tennessee Williams detestaba El zoo de cristal, su obra más taquillera, y sólo le interesaban sus últimos, extrañísimos experimentos. Pero aquella obra no es hoy menos buena porque a él hubiera dejado de gustarle.
Rumio mi decisión. Mientras, leo una reedición de Mafalda inédita. La leo en busca de alguna pista que ayude a decidirme. ¿Por qué a veces un autor termina publicando lo que en algún momento decidió que quedara inédito? La sempiterna Mafalda –como Los Beatles (que tanto le gustaban)– duró en realidad sorprendentemente poco: entre 1964 y 1973, con alguna breve interrupción del 66 al 67 por el cierre de El Mundo con la nefasta Doctrina de la Seguridad Nacional de Onganía.
Hay varios motivos para que estas 48 tiras de Mafalda (que nació como una campaña trunca de electrodomésticos Mansfield) no fueran publicados. En principio (tal como me pasa a mí) prevaleció la opinión del autor, que simplemente consideró malas algunas ocurrencias. Otras fueron eliminadas por ser excesivamente coyunturales: la campaña contra la polio, por ejemplo. Pero uno motivo clave de Quino para descartar las tiras que –tiempo después– recogería esta edición “inédita” sería un complejo de sentimientos que podríamos catalogar mal y rápido como autocensura. Parece que en aquellos años tempestuosos era regla común burlarse del presidente Illia. En esta Mafalda descartada, su sorna lo pinta como un presidente débil, campechano, matero, bonachón e incapaz de hacer frente a su tiempo. Un radical, bah. Sin embargo, el propio Quino explica que “tanto por la ignorancia que teníamos acerca de las reglas del juego democrático como por la misma precariedad de estas democracias nos convertimos, sin desearlo, en los mejores aliados del enemigo”. A la caída de Illia sobrevendría el peor de todos los males, la dictadura militar, y el germen de esta misma precariedad democrática con la que ahora estamos tan fácilmente asustadizos.
Me caen muy simpáticos los motivos de Quino para disculparse por el flaco favor hecho a Illia. Y sin embargo, esa Mafalda incisiva es un documento histórico genial. Si el sentido “común” reza que es mejor retirar humor cuando la realidad peligra, el sentido “no común” parece gritarnos lo contrario: ¡El humor debe ser implacable, o no será humor! Si un gobierno depende de Mafalda, de una ficción tan blanquinegra, probablemente caerá de todos modos. El humor verdaderamente sutil es una experiencia intelectual única: hace reír porque dice lo que nuestro cerebro no logra asumir como posible, creando en él un cortocircuito de contradicciones. Mauricio Kartun lo cita prístinamente: “Un masoquista es una persona a la que le gusta bañarse con agua fría; entonces se baña con agua caliente”. Esto es un koan. Parece concluir que todos somos masoquistas porque nos bañamos con agua caliente. En algún lugar vago está la trampa; el cerebro, que se engancha en un loop y no puede seguir el razonamiento, actúa por reflejo, estirando la comisura de los labios.
Sí, Quino: todo el humor del bueno suele ser un poco desestabilizante. Pero a veces ocurre algo peor que eso: se forma un bloque de sentido común dentro de esa desestabilización, y ya no hay nada que haga reír, porque el cerebro ya aprendió a burlarse con clichés de los personajes parodiados. Casi todo el humor de hoy (que es anti K) es muy parecido en su melaza de lugares comunes, y resulta bastante poco gracioso. Es más bien la confirmación de una tesis previa; una constatación antes que un buen koan. El koan produce asombro, y un salto hacia el futuro.
No en vano Mafalda debe ser la obra literaria argentina más conocida en el exterior. Tal vez detrás –sólo detrás– venga Rayuela, bien seguida de la prosa lúbrica de Maradona.