La postulación de Roberto Carlés para cubrir la vacante de Eugenio Zaffaroni ha generado hasta ahora polémicas relacionadas con su idoneidad. Carlés es un joven con un CV prolífico y una experiencia envidiable para alguien de su edad. Sin embargo, no hay punto de comparación con quienes fueron anteriormente nominados por este gobierno para integrar el máximo tribunal. El contraste es tan notorio que no resiste el debate.
En realidad, la atención debería estar enfocada en el mensaje que su nominación conlleva. El Gobierno no sólo está intentando llenar la citada vacante sino que está pateando el tablero respecto de uno de los pocos férreos consensos de la última década: qué modelo de Corte Suprema queremos para nuestro sistema político. El perfil del candidato elegido por la Presidenta expone sus verdaderas intenciones y pareciera ser una señal para los actuales integrantes del máximo tribunal: llegó la hora del cambio.
La conformación de la Corte Suprema que ha acompañado al kirchnerismo durante la última década se gestó en los albores del gobierno de Néstor Kirchner. Gracias a los estándares fijados por el decreto 222/03, Kirchner impulsó un modelo de Corte a la cual llegaran los mejores, los más brillantes, personalidades de reconocida trayectoria entre sus pares. Así, dejó de lado los criterios que habían prevalecido durante la década anterior: afinidad partidaria, proximidad con el presidente o apoyo indiscutido al proyecto político.
La Presidenta pareciera querer desandar el camino recorrido por el kirchnerismo. De primar su criterio, comenzaría un cambio en una Corte Suprema que ha sido un refugio de institucionalidad en un país con un serio déficit en la materia. Con su mesura y responsabilidad, la Corte logró reconstruir su autoridad institucional y la legitimidad política perdida en los años 90. Así, gradualmente se convirtió en un jugador de peso en nuestra democracia, tanto en materia de defensa de derechos como en su rol de árbitro del sistema político.
Quizá sea esto último lo que más molesta al Gobierno, que la Corte Suprema, como cabeza de uno de los tres poderes del Estado, haya recuperado su capacidad de poner límites al poder. Esto explicaría el nuevo modelo de tribunal que promueve, al igual que los constantes esfuerzos por generar conflictos con el Poder Judicial a través de iniciativas erráticas como la fallida democratización de la Justicia.
En este contexto, resulta paradójico que el Gobierno y sus seguidores se indignen frente al bloqueo de la oposición en el Senado. Cuando se trata de leyes de gran trascendencia institucional, el Gobierno raramente negocia o intenta llegar a consensos, sino que aplica a rajatabla la regla de la mayoría. Ahora, curiosamente, el oficialismo recibe una cucharada de su propia medicina cuando la oposición hace valer el peso de su bancada y aplica estrictamente la regla de la mayoría contra la postulación de Carlés.
Algunas versiones indican que si no logran confirmar a Carlés en el Senado, posiblemente el Gobierno intente ampliar la composición del tribunal. Esto podría lograrlo fácilmente ya que requiere mayoría simple en ambas cámaras. Sin embargo, seguiría lejos de los dos tercios de los senadores presentes necesarios para nombrar a los nuevos jueces. En cualquier caso, parece que la intención del Gobierno es diluir el poder, el perfil y la actuación de la actual conformación del tribunal.
Los sucesos de los últimos meses ponen de relieve la urgente necesidad de contar con un Poder Judicial independiente y eficaz. Esto no se soluciona cambiando el modelo de la Corte Suprema ni ampliándola para licuar el peso de sus actuales integrantes. Si ello ocurriera, el Gobierno estaría arrasando uno de sus más importantes logros: haber impulsado una Corte integrada por figuras idóneas y reconocidas, al igual que haberle provisto estabilidad, algo central para la consolidación de la independencia judicial.
*Presidente del Laboratorio de Políticas Públicas y doctor en Ciencia Política (University of Oxford).