No hay género más global que el de los textos de contratapas. Uno toma un libro publicado en Suecia, otro en la Argentina, otro en Italia y otro en Irlanda y todas las contratapas parecen haber sido escritas por la misma persona. Es por eso que una contratapa original se festeja más que un libro original, cosa ya extinta de la faz de la Tierra. Recuerdo dos contratapas: la de La espuma de los días, de Boris Vian, en la que el autor confiesa que lo que se leerá es “una novelita miserable”, y la de El ingeniero, de Juan Rodolfo Wilcock, ésta tal vez un caso único en la literatura universal de todos los tiempos, ya se verá por qué.
La novela de Wilcock es epistolar, recopila las cartas que el joven ingeniero Tomás Plaget le envía a su abuela. Plaget se encuentra en Mendoza, trabajando en la reconstrucción de la red ferroviaria trasandina. El asunto es que Plaget cuenta las nimiedades que vive lejos de casa –nada excepcional, por cierto, salvo la desaparición de algún hijo de un operario y de un lugareño. Pero al terminar la novela –o antes, dependiendo de la ansiedad del lector– se lee en la contratapa que el ingeniero suele festejar Navidad y Pascuas comiéndose niños. Con lo cual todo súbitamente cobra sentido. Pero el hecho es que el centro neurálgico de la novela está afuera, no adentro de ésta. No conocía otro caso de descentralidad literaria tan abrumador hasta el otro día, cuando llegó a mis manos La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros, de Agustín Berti, Gabriela Halac y Tomás Alzogaray Vanella.
La cosa es así: entre diciembre de 1975 y marzo de 1976 Liliana Vanella y Dardo Alzogaray enterraron parte de su biblioteca en el jardín de su casa en la ciudad de Córdoba. Treinta años después, los tres autores indagan acerca del destino de la biblioteca enterrada. Las excavaciones –en las que colaboran voluntarios del Equipo Argentino de Antropología Forense– comenzaron en enero de este año hasta dar con ella. El libro da cuenta de esa pesquisa y de otras cosas –ningún libro resistió al paso del tiempo, polvo eres y en polvo te convertirás–, y está acompañado por un corpus muy bonito de fotografías de Rodrigo Fierro, pero sin ánimo de desprestigiar tan enorme trabajo debo decir que el libro no me interesó en lo más mínimo. Hasta que di con la solapa –mejor dicho, con la retiración de la sobrecubierta, que desplegada es a su vez una hermosa fotografía cenital del lugar excavado. En ella se enumera lo único importante a mi juicio, esto es, las “Instrucciones para enterrar un libro”. Los autores dialogan con las “conservadoras de papel”, seres femeninos sin nombre que de verdad la tienen clara. A la pregunta “¿Qué haría falta para dejar un libro listo para ser enterrrado?”, las conservadoras responden: “Primero lo envolvería en un papel de buena calidad, después lo envolvería en una o dos o tres capas de papel, después con un material sintético de alta duración que no se deteriore, como puede ser el poliéster o el polipropileno [...]. Después lo envolvería con una hoja de aluminio y después, probablemente, repetiría el mismo envoltorio, papel, poliéster y aluminio otra vez. Y después lo pondría en una lata de aluminio”.
A esas instrucciones sigue una breve “Discusión sobre la factibilidad de la lata”, donde Gabriela Halac cierra un declaración aspiracional de las conservadoras (“Lo ideal es que nunca más tengamos que enterrar libros”) con una previsión tan pesimista que no puede más que cumplirse (“La historia ha demostrado que cada tanto hay que enterrar [libros]”).
Desde este humilde espacio agradezco las instrucciones para enterrar un libro y redoblo la apuesta de Halac diciendo que si hay algo que la historia demuestra es que ninguna tiranía tiene fin.