Pierre Menard, que copió palabra por palabra y coma por coma dos capítulos y pico del Quijote de Cervantes, no fue, sin embargo, un plagiario. Lo prueba Jorge Borges, al comparar ambas versiones (idénticas). Naturalmente, en Argentina el asunto dio lugar a embrollos legales que todavía perduran (Pablo Katchadjian se acercó al fuego borgeano y la viuda del bardo ciego le cortó las alas).
En España, el asunto se resuelve más bien a los sopapos y sin tanto posestructuralismo de por medio.
El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, declaró haber escrito una tesis que nadie encontraba por ningún lado. Finalmente, el escrito apareció pero siguió sin ser leído, no se sabe bien por qué restricciones del repositorio donde se
encontraba. Sospechada, finalmente la tesis fue accesible digitalmente y se la sometió a la dudosa sabiduría de un software alemán de nombre ominoso, Plagscan. Según la Moncloa, la tesis de Sánchez arrojaba el despreciable índice de apenas 0,96% de contenido plagiado de otros textos. Pero los dueños de la compañía que patentó el software emitieron un comunicado diciendo que en realidad el resultado sería de un 21%.
Cortos y perezosos (negarlo sería una mera cuestión retórica), los integrantes del PP exigieron la comparecencia de Sánchez al Senado para que explique lo que en verdad sabe de Innovaciones de la diplomacia económica española y qué robó de otras fuentes.
Si bien los directivos de Plagscan advirtieron que “solo los humanos tienen el conocimiento y la competencia para juzgar en realidad si un texto está plagiado”, los miembros del PP se colgaron automáticamente del porcentaje arrojado por el software para manifestar su escándalo y, de paso, condenar las políticas migratorias de Sánchez.
De leer, ni hablar. La derecha es maquínica e incluso: es la máquina.