COLUMNISTAS
politica regional

Intereses y transformación

La disputa entre Chile y Perú dirimida en La Haya. La pérdida de la salida al mar de Bolivia. El rol de Argentina. Los antecedentes de los conflictos territoriales y la batalla por los recursos naturales. El pasado en clave de futuro.

default
default | Cedoc

Que los conflictos territoriales y por los recursos naturales debieran ser siempre conducidos teniendo presente el largo plazo es un colofón que clama por un preludio. En este caso, el del vínculo entre la reciente sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya (enero de 2014) sobre el tamaño del área de mar frente al límite de sus fronteras terrestres, reclamado respectivamente por Chile y por Perú, y la Guerra del Pacífico de 1879 entre Bolivia, Chile y Perú. También tiene su interés la relación entre estos dos hechos y el Tratado de Límites argentino–chileno de 1881. La Corte Internacional de Justicia de La Haya otorgó a Perú una parte del Pacífico que estaba bajo control chileno (más de 50 mil km2). Ambos países negocian la ejecución del fallo.
Junio de 1881, en un tren del Ferrocarril Oeste (las afueras de San José de Flores). Don Bernardo medita mientras saborea un óptimo coñac. Se acomoda en el sillón y, mientras desfilan campos ovejeros, repasa el texto del tratado que firmará en unas semanas con el cónsul general de Chile. El servicio de tren entre Flores y la estación del Parque (hoy Plaza Lavalle) ha mejorado: a unos 30 kilómetros por hora y en los nuevos vagones–salón, los 35 minutos de viaje son placenteros, tanto como la comida que le ofreció ese mediodía el ministro de Gran Bretaña, cuya residencia se alza en el centro del pueblo.
Bernardo de Irigoyen, 39 años, es ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina y esa tarde verá al presidente Roca y le referirá lo conversado con el representante de la reina Victoria y con el enviado de Prieto, primer mandatario chileno. Aunque no es proclive a la nostalgia, el brandy, el hamacarse del tren y el texto que está repasando lo llevan a comparar la tarea a su cargo con su experiencia juvenil en Chile. Tenía 25 años cuando Juan Manuel de Rosas lo envió a Santiago como secretario de Legación. La prensa chilena no moderaba los ataques al gobierno de Buenos Aires (un hábito tenaz) y Bernardo ponía sus convicciones en ofrecer un enfoque diferente. El propio Sarmiento, entonces fogonero en Chile de aquella campaña deletérea, se lo reconocerá después.
El Tratado de Límites se firma y se canjean los ejemplares en Santiago el 22 de octubre de 1881. Será una pieza fundamental para servir a los dos países de alternativa de solución pacífica y de barrera contra la guerra. Dos cláusulas son de enorme trascendencia. La primera decide que, de norte a sur, los cerros más altos de la Cordillera de los Andes que dividan las aguas definirán el límite entre Argentina y Chile. Y la segunda confirma la soberanía de Chile sobre el estrecho de Magallanes, con excepción de su boca oriental sobre el Océano Atlántico, que sigue siendo argentina. Una tercera cláusula no figura en el texto ni en documento bilateral alguno: la no particpación argentina en la Guerra del Pacífico.
La trascendencia del Tratado de 1881 se comprende mejor si se tiene en cuenta que plantó una cuña de equilibrio estratégico, piedra angular de la relación, al confirmar los intereses esenciales de las dos naciones.
Si se examina la historia de los cuatro países se comprueba que, una vez lograda su independencia en cómplice lucha contra el amo colonial, pasaron muy rápidamente –casi todos– a transformar su autonomía y su crecimiento en apetencias territoriales, que las más de las veces eran alentadas y financiadas por intereses de potencias europeas asociadas con los tiesos socios vernáculos.
En el año del inicio de la guerra (1879), Bolivia poseía –en virtud de los tratados firmados con Chile en 1866 y 1874–, más de 400 kilómetros de costas sobre el Océano Pacífico, incluyendo la ciudad de Antofagasta, lo cual le daba la posibilidad de explotar y exportar valiosos yacimientos de salitre, guano y cobre. Sobre todo de salitre, para entonces codiciado fertilizante y componente nitrogenado de otras cadenas de sustancias esenciales y que movilizó a bancos y empresas a empujarse en la puerta de entrada al negocio, que incluía ferrocarril, puertos y yacimientos. El refulgente salar de Uyuni, en territorio boliviano, es una muestra de cómo se presenta el salitre en la naturaleza. El fuerte tironeo entre una compañía explotadora del recurso, secundada por el gobierno de Santiago, y el gobierno boliviano, que quiso imponer un impuesto de diez centavos por quintal de salitre, disparó un crescendo de infortunadas provocaciones que llevaron a Chile a la guerra.
El fulminante: como Perú había firmado con Bolivia un Tratado de Alianza defensiva que lo obligaba a entrar en guerra en caso de agresión a este último país, Chile –sospechando que las demoras de Lima en renegar de aquel compromiso procuraban obtener tiempo para armarse mejor– declaró la guerra a Perú y a Bolivia el 5 de abril de 1879.
Después de batallas navales entre barcos de madera y –pocos– de acero; de la ocupación de Lima por el ejército chileno; y de tres años de resistencia guerrillera de fuerzas peruanas en el interior de las sierras, su gobierno firma la paz el 20 de octubre de 1883.
Perú pierde Arica, pero Bolivia pierde todo su litoral, el puerto y ciudad de Antofagasta y vastas extensiones del interior. Al perder el litoral, extravía el mar y con él su salida comercial al mundo. Condenada a la mediterraneidad, este taponamiento de su vía de respiración ultramarina pesa desde entonces sobre el ánimo nacional, sobre la necesaria expansión comercial y económica y, sobre todo, bloquea el camino hacia una reconciliación genuina con Chile. Y con Perú.
El salitre, desde su producción sintética en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (aunque el salar de Uyuni es una de las mayores reservas de litio del planeta), ha perdido interés, con lo que aquella guerra deja una enseñanza tan amarga, por lo menos, como el mineral entonces codiciado.
Volvamos ahora a Bernardo de Irigoyen y a Buenos Aires. En 1879, nada preocupaba más a Chile que la posibilidad de que Argentina tomara partido por Perú y Bolivia. A la vez, a nuestro vecino longilíneo le inquietaba sobremanera una propuesta de arreglo que nuestro canciller Rufino de Elizalde (1862–1868) les había transmitido en su momento, por la cual perdían la mitad del Estrecho de Magallanes. La Argentina, pensaban en Santiago, mostraba dientes bioceánicos en un Estrecho por el que pasaba parte sustancial de los barcos que iban y venían de Europa al Asia; de Europa a los países americanos ribereños del Pacífico; y de la costa Oeste a la costa Este de los Estados Unidos.
Irigoyen, sucesor de Elizalde, en el landó que lo llevaba a su reunión con el presidente Roca, relee otra vez el texto del Tratado cuya firma recomendará al presidente. Y musita: “Chile confirma su dominio sobre el Estrecho, neutralizado, y nosotros sobre el Atlántico y sobre la rugosa, e inexplotada Patagonia, hasta el Cabo de Hornos”.
Los años fueron pasando, llegaron el Canal de Panamá, los portacontenedores, el petróleo, la energía nuclear, el aluminio, la fruta y la vid, cosas que don Bernardo y el general Roca no vieron. Y la pesca en la ancha plataforma continental de nuestro litoral atlántico. Y la Antártida y su vinculación con nuestro territorio y con el de Chile.
Volviendo al presente: la sentencia de 2014 de la Corte de La Haya reduce la superficie de mar pretendida por Chile y concede a Perú una extensión mayor.
Ni salomónica ni incumplible, la reparación indirecta de la mutilación de 1883 no será consuelo completo para Perú ni pócima demasiado ácida para Chile; son muchos los avisos y las opiniones de expertos que vaticinan que los recursos de la pesca están en acentuado peligro de desaparecer –a los fines comerciales– en los próximos 50 años.
¿Y el futuro? La codicia del hoy engendra conflictos que, vistos con la lente de la historia, reclaman un examen más cuidadoso del mediano y largo plazo antes de entablar combates de breve provecho. Proponer esta regla de conducta en diplomacia es un duro desafío. En política internacional, según Talleyrand, suele suceder que lo que se cree es más importante que lo que es cierto