Habrán notado que la sequía nos regala algo desconocido en Buenos Aires: la amplitud térmica. Aunque tengamos jornadas de calor infernal, a la noche se pone fresco como en la montaña. Corresponde aprovechar la circunstancia para encender el horno y entregarse a una degustación riesgosa.
Como todo el mundo sabe, los jueces son una especie protegida, pero sólo cuando sobreviven en integridad (en ese estado, son escasísimos). Se ha dado el caso de sibaritas inescrupulosos que han entregado un juez íntegro clandestinamente capturado a su lenta corrupción, para poder utilizarlos en festejos empresariales. Pero esto está penadísimo por las leyes y los tratados internacionales y sucede muy raramente. Lo más frecuente es que los conocedores recurran al amplísimo stock de jueces ya corruptos y dejen a los íntegros en paz. En todo caso, el juez no íntegro se consigue ya despedazado y con, por lo menos, los bordes putrefactos.
Luego, cada cual decidirá cuál es el grado de podredumbre que su paladar es capaz de tolerar sin náusea. Sucede como con el Camembert normando: a algunos les gusta más pasado, blando y hediondo y a otros con la corrupción “madurada” en lo más profundo, pero imperceptible en superficie.
Una vez elegida la pieza, se la debe dejar reposar por lo menos 24 horas bien adobada por los dos lados (que es lo que garantiza una putrefacción pareja y consistente) en algún sótano fresco de la democracia. Si uno de los lados está cubierto de sal ministerial, por ejemplo, por el otro podría recibir una buena untada multimediática.
Lo importante es que las cantidades de adobo de ambos lados se equilibren entre sí para que la podredumbre alcance su punto correcto, con ese dulzor mortuorio que le es tan característico, y luego se dore en el horno durante por lo menos cuatro horas a fuego lento.
Como acompañamiento, sugiero una ensalada tibia de brócoli y hongos coprófilos, de esos que crecen en las heces de animales patagónicos en los alrededores de Lago Escondido (yo prefiero los hongos psilocibios, que contienen sustancias psicoactivas como la psilocibina y la baeocistina). Saltados con ajos y echalotes finamente picados, en un buen aceite de oliva y con cubitos de panceta desgrasada.
Una vez listo el plato principal y reunidas las invitadas alrededor de la mesa judicial, se descartan los jueces al horno, esa plaga, esa inmundicia intragable, se proponen brindis por los jueces íntegros en peligro de extinción y se comen las setas, hasta alcanzar la algarabía deseada.