La semana pasada fue una de las más oscuras para quienes vivimos en Argentina, en mucho tiempo. Al estrato de la intervención excesiva del Estado sobre la vida desnuda (en el Borda) se superpuso una intervención excesiva del Estado sobre las condiciones de posibilidad de lo viviente (la reforma judicial). Mientras la televisión desgranaba con monotonía las mil licitaciones, concesiones de obra pública y negocios concentrados en unas pocas manos, trazando un círculo de tiza cada vez más grueso y cada vez más tenso alrededor de quienes nos gobiernan, desde la pirámide misma del poder se nos revelaba otro gusto televisivo: Game of Thrones, una fantasía tediosa que opone a unos caudillos de un planeta incierto en la que no hay desarrollo tecnológico moderno, pero sí intrigas maquiavélicas, donde hay justas medievales pero no catolicismo, donde las únicas relaciones que importan son las siniestras intrigas palaciegas, y donde las escuálidas muchedumbres se mueven siempre oblicuamente en relación con la pantalla, para que parezcan más nutridas. Game of Thrones es algo cuya pretenciosidad sólo se compara con el kitsch que domina la producción entera, que abunda en detalles de vestuario pero carece de precisión caracterológica. Hay una pelea entre príncipes provinciales por un trono mal ocupado por una gente rubia y vil. Hay un clan de morochos (que cada tanto, por suerte, muestran el culo) dominados por una viuda, Catelyn Stark (desempeñada por Michelle Fairley), otros que se agregan y se desagregan a las alianzas (todo es extremadamente aburrido) y una tribu de Rickys Forts (tetonas, los ojos delineados, las mandíbulas operadas) a cuyo líder es entregada como esposa Daenerys Targaryen (desempeñada por Emilia Clarke, de una belleza que quita el aliento). Ella también queda viuda.
Aunque no es lo más extraño que pasa en Argentina, no puedo disimular mi estupor ante la identificación de la señora Fernández con esta viuda sin grandeza y no con la señora Stark.