Debe de haber pocas cosas tan placenteras como ésta de sentarse al sol en un mediodía de noviembre. Las hojas del fresno parecen de plata porque corre un vientito suave que las hace bailar, y atrás el laurel se ve tan oscuro como la noche que les permite brillar. Hay que podar el olmo porque le han salido ramas intempestivas a lo largo del tronco y el tilo hace un techo verde bajo el cual sentarse a reflexionar sobre temas poco importantes. Una hoja caída de la magnolia se mueve en la baldosa junto a la reposera. No, no se mueve sola ni con el viento, es otra cosa. Ah, es una abeja, una abeja que sale de abajo de la hoja y corre un poco torpemente hacia la baldosa de al lado. Pasa por sobre la juntura, la vence y sigue, pero después da la vuelta y vuelve a pasar y vuelve a correr y se afana de acá para allá sin rumbo. Le pasa algo, no puede levantar vuelo. La miro más de cerca. Le falta un ala. Sí, es eso, no puede volar: corre, va, viene, pasa otra vez por donde ya pasó, cada vez más lenta, más trabajosamente. Un poco de viento la da vuelta y queda con las patitas para arriba agitándolas con desesperación. Por lo menos con apuro. Se va a morir al sol. ¿Sabrá que se está muriendo? No, claro que no. No tiene conciencia de sí, no sabe que ella es ella. Lucy tenía conciencia de sí: enterraba a sus muertos y fabricaba cuencos y cuchillos. De Ardi no sé, no he leído nada al respecto, sólo sé que era un mono que ya parecía un hombre. Pero la abeja no sabe y yo no puedo hacer nada por ella. No puedo ponerla en un servicio de terapia intensiva para abejas, no le puedo poner un respirador, ni darle una gota de agua ni ofrecerle el polen de los jazmines o de las magnolias grandiflora o de la santarrita. Se va a morir, con tanta seguridad como que el sol se va a apagar dentro de cinco mil millones de años. Cosa a la que me opongo con toda mi alma. Probablemente porque con el Padre Sol se van a apagar Shakespeare y Cervantes, Beethoven y Boccherini, Picasso y Velásquez. ¿De qué nos servirá entonces haber leído a Dostoiewski y a César Bruto, a Guy de Chantepleure y a Aristóteles? ¿Sobre qué clase de mundo se apagará el sol? Pero se murió. La abeja, digo. Se murió al sol.