El conflicto con el campo es la punta del iceberg. Refleja la insuficiencia del Gobierno y su pecado original. Que no es la soberbia ni la ignorancia que generalmente le da sustento. Que tampoco es la perversión producto de cualquier alteración emocional, psicológica o intelectual. Si alguno de esos atributos fue el principal problema del Gobierno, lo habrá sido durante la presidencia de Néstor Kirchner. Hoy el problema es de otra índole; en cierto sentido, más grave. El Gobierno viene siendo incapaz de actuar en su propio beneficio. Cada problema que enfrenta, lo agranda.
Cuando por primera vez en más de dos meses la opinión pública independiente y la prensa no adicta tomaron distancia del campo, le reclamaron que cesara con los cortes de ruta, levantara el paro y aceptara el llamado al diálogo de la Presidenta en el estadio de Almagro, en lugar de aprovechar esa marea positiva perdió la oportunidad de resolver el conflicto.
El argumento del Gobierno de no aparecer concediendo un triunfo a los ruralistas que pudiera ser llevado como trofeo al acto de mañana en Rosario es inconsistente, reactivo y miope. El principal beneficiado hubiera sido el propio Gobierno, como lo fue durante la última semana cuando el Banco Central dejó de vender dólares, frenó la corrida bancaria y la histeria económica se calmó tras percibirse señales de distensión.
Triple comando. El desolador papel de Alberto Fernández la noche del jueves reflejó la crisis de gobernabilidad que nos aqueja. O sea, la cuestión de fondo: el país cuenta con demasiados mandatarios y al mismo tiempo con ninguno.
Por la inexperiencia ejecutiva de Cristina Kirchner o por su poca vocación para esas cuestiones, Alberto Fernández cumple parte de las tareas que en el pasado hacía Néstor Kirchner. En su presidencia, éste ya había cumplido parte de las tareas que en el pasado hacían los ministros de Economía, las cuales –aunque parcialmente– también asumió Alberto Fernández.
Para llenar ese vacío, Fernández asumió funciones que son habituales en un primer ministro, pero no en un jefe de Gabinete. En los países donde simultáneamente hay primer ministro y presidente, el jefe del Gobierno es el primer ministro. El es quien hace y deshace con la economía, promulga los decretos y gobierna. El presidente es el jefe del Estado, al que representa protocolarmente y, dependiendo de los países, puede sumar otras atribuciones, como la de ser jefe de la fuerzas armadas. Merkel y Berlusconi son primeros ministros de Alemania e Italia, y Horst Köhler y Giorgio Napolitano, los presidentes de esos mismos países.
La confesión más clara del papel de primer ministro que se le asignó a Alberto Fernández en la presidencia de Cristina Kirchner vino de su propio marido, a quien se le atribuye haberle dicho al jefe de Gabinete que si no podía cumplir con eficacia esa función, él mismo estaba dispuesto a reemplazarlo; a la rusa, como Putin cuando, tras haber sido reelecto una vez y sin poder lograrlo otra más, se volvió primer ministro del presidente que él mismo eligió. Pero el colmo en la Argentina es que Néstor Kirchner sí podía ser reelecto presidente.
Por ahora, inspirado en el “modelo chino”, Néstor Kirchner se reservó el papel de presidente del partido. En China, como en la ex Unión Soviética, el partido –único– estaba por encima del gobierno. Stalin asumió los dos cargos juntos, pero Mao, desde 1959 hasta su muerte en 1976, fue sólo presidente del partido y delegó la presidencia del gobierno en Liu Shaoki hasta 1968 y en Dong Biwu después.
Pero Cristina Kirchner tiene mucho más poder que el que tuvieron Liu Shaoki y Dong Biwu. Primero, ella tiene el mandato constitucional; luego, es la esposa de Néstor Kirchner. Como se sabe, en la mayoría de los hogares argentinos –y no sólo en los argentinos– la mujer termina mandando más que el hombre.
Alberto Fernández completa esta trilogía con su rol de regente delegado. Sus marchas y contramarchas, y sus supuestos deseos acuerdistas con el campo, que nunca se consuman (lo mismo que el acercamiento-alejamiento-acercamiento con Clarín), son el síntoma de un sistema de gobierno acéfalo.
Los dirigentes rurales insisten en hablar con Cristina Kirchner, a quien suponen con mayor vocación de diálogo que su marido. Aprecian el papel conciliador de Alberto Fernández, a quien imaginan como contención a la belicosidad de Moreno, delegado directo de Néstor Kirchner. Alberto Fernández siente la espada de Damocles/Néstor sobre su cabeza, y en el fondo se muestra duro con los ruralistas para calmar el frente interno que pide guerra. Y para no lucir como troglodita ante la opinión pública y reducir en algo la caída en picada de la popularidad del Gobierno, hace esfuerzos poco creíbles para lucir amigable en las formas. Los besos con que recibe a Miguens, de la Sociedad Rural, y a Gioino, de Coninagro, frente a cámaras, son parte de esta esquizofrenia. ¿Besaría a golpistas u opositores?
El abismo entre los mensajes analógicos y los digitales de Alberto Fernández no sólo produce pésimos resultados en la imagen del Gobierno y las expectativas económicas de todos los argentinos, sino que también destruye al propio Fernández, quien en los últimos cinco meses parece haber envejecido diez años.
Dicen quienes más lo conocen que ya no aguanta más y tiene ganas de dejar la jefatura de Gabinete y pasar a otro puesto que le permita recuperar una vida más normal y a su novia Vilma Ibarra, quien lo habría dejado cansada de sus jornadas maratónicas.
Pocos creen que Alberto Fernández continúe cumpliendo el mismo papel durante mucho tiempo más. El problema no será encontrar un reemplazante del jefe de Gabinete de Cristina Kirchner, sino encontrar a un regente superdotado con capacidades de malabarista y paciencia oriental, o cambiar el organigrama del Gobierno completo. Las posibilidades son dos. Néstor Kirchner asume como virtual primer ministro en el puesto de Alberto Fernández –como propuso el desosopilante Luis Barrionuevo con la misma “sinceridad” que tuvo durante el menemismo cuando recomendó dejar de robar por dos años– o Cristina Kirchner asume funciones ejecutivas de gobierno similares a las que los presidentes argentinos tienen acostumbrada a la ciudadanía.
En lo que respecta al conflicto con el campo, habrá que rezar para que el enojo de los chacareros no derive en hechos de violencia, que Eduardo Buzzi pueda contener institucionalmente dentro de Federación Agraria a Alfredo De Angeli, que los líderes espontáneos de las bases que no responden a ninguna de las cuatro dirigencias ruralistas tengan la mesura necesaria, y Moyano, D’Elía, la JP, La Cámpora y otros partidarios kirchneristas expresen su desacuerdo de manera pacífica.
Ahora les toca a los legisladores y gobernadores cercanos al oficialismo hacer lo que la semana pasada hizo la opinión pública independiente y la prensa no adicta con el campo. Presionar sobre el Gobierno para que negocie sin dilaciones.