A pesar de lo odiosas que suelen ser las sentencias, acá va una, acaso inevitable: todo amante del cine tiene durante octubre una cita obligatoria en el MALBA, y esa cita consiste en la proyección de la película más ambiciosa que haya filmado un director argentino en los últimos años: las Historias extraordinarias de Mariano Llinás. El nombre de Llinás (autor de Balnearios en 2002, y de La más bella niña en 2004) puede ser asociado, por la radicalidad de su apuesta, tan sólo a otros dos cineastas que hicieron de sus deseos y obsesiones su material narrativo: Lisandro Alonso y Lucrecia Martel. Pero mientras Alonso y Martel llevan al paroxismo la morosidad, los silencios, el cuidado en el sonido, los encuadres y la fotografía, Llinás se embarca en un relato desbordante, monumental, que parte de tres historias centrales y va ramificándose hasta conformar una película de más de cuatro horas, exhibida en tres partes de una hora y veinte minutos divididas por dos intervalos.
¿Cómo definir estas Historias extraordinarias, este proyecto de pretensiones decimonónicas en el que se superponen casi todos los géneros posibles, la comedia, el relato amoroso, el de intrigas, el de aventuras, el de suspenso, el policial, el bélico, e incluso la estética del cómic? Quizá no sea desacertado recurrir a las palabras del autor, que a la hora de escribir sobre la película se pregunta: “¿Es posible, en estos borrascosos días, ser Stevenson?”. A lo que se responde: “El siglo XX ha sido testigo de un fenómeno extraño: por primera vez, la idea de narración se ha visto divorciada de la idea de argumento. Contar algo ya no fue, necesariamente, contar una historia; el primitivo impulso de narrar se vio liberado de ser una infantil serie de avatares y asombros y asumió como terreno de acción el universo entero: las distracciones, los olvidos, los equívocos, los lugares vacíos, los momentos en los que no pasa nada hicieron su fulgurante ingreso a la literatura y al cine. El argumento (que antes fuera la condición de posibilidad de todo relato) fue visto como una veleidad de otros tiempos. ¿Qué lugar ocupa entonces, en ese panorama escéptico, nuestra populosa novela cinematográfica? ¿Qué vienen a hacer a este viejo y cansado mundo sus ingenios y vericuetos argumentales? Pues bien: nuestro desmesurado propósito ha sido experimentar con los viejos dioses olvidados de la aventura y la intriga y, de algún modo, volverlos a la vida”.
Hay en las palabras de Llinás, en la realización del film y hasta en su título una suerte de manifiesto que desafía el estado de situación del cine nacional. No sólo la voluntad de escapar al minimalismo de las tramas, a las escenas de interior, a los dilemas existenciales de una clase media extraviada y neurótica, sino también a la manera de llevar a cabo el trabajo cinematográfico en su conjunto: al margen de la industria, del sistema vigente de producción, financiación y exhibición. Llinás filma a un costado de los circuitos establecidos, sin subsidios oficiales o internacionales, y no por eso cede en su ambición: la película transcurre en decenas de pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires, a lo largo de inmensas llanuras y sobre el agua, pero también en territorio africano; hay incluso proezas de producción como la presencia de un león o un tanque de guerra. Historias extraordinarias es una experiencia cinematográfica única. ¿Puede acaso un proyecto así gustar a todos, mantener una tensión permanente, seguir las reglas del decoro, ser un relato acabado y prolijo? De ninguna manera. Se trata de una película despareja, por momentos fascinante, pero sobre todas las cosas imperfecta. Y es en esa imperfección, producto de una mente brillante y desmesurada, donde descansa su mayor atractivo.