Belindia es el nombre imaginario que combina a Bélgica y la India, con el que se bautizaba a nuestro vecino brasileño para subrayar la enorme disparidad entre ricos y pobres. País gigantesco de 190 millones de habitantes en el que se aproximan elecciones municipales en 5.500 ciudades.
Brasil es caos, corrupción, salarios bajos, problemas ambientales y violencia. A la vez, es un país que estos años ha integrado a la clase media a veinte millones de personas, que diagramó una política descentralizadora por la que, a pesar de la disminución de la tasa de fecundidad, ha duplicado la población en el norte y el centroeste del país respecto de las otras regiones, donde el crecimiento del producto bruto en la última década ha sido del 49% en las ciudades del interior, comparado al 39% de las grandes metrópolis, un empleo industrial que en las grandes ciudades ha disminuido en un 5% mientras en las ciudades menores subió 30% (revista Veja 23/7), una política educativa que permite, según una medición nacional, que sólo 5 de las 30 mejores escuelas públicas estén en las capitales. Ha llevado a cabo una reforma agraria con la instalación de cuatrocientas mil familias en nuevas tierras, disminuyó la tala indiscriminada de bosques en un 59%, recuperó veinte millones de hectáreas en tierras. Mejoró el monto del salario mínimo y en el 88% de las negociaciones salariales se han logrado convenios por encima de los índices inflacionarios, con lo que otorga a su presidente una aceptación de 55% luego de seis años de gobierno.
Lula se sostiene en una alianza de 14 partidos. Hay un alto grado de fragmentación política, lo que obliga a una intensa labor de negociación. Por declaraciones del presidente de Brasil (Revista do Brasil 25/6), la apertura a la discusión desprejuiciada de los temas es necesaria. Son demasiados los intereses en juego y la proyección de planes, con sus respectivos riesgos en los próximos años, tienen una importancia estratégica tal que la improvisación y la arbitrariedad no deberían tener cabida en una política de “desarrollo sustentable”.
Lula da por terminada la era de las ideas delirantes y los planes económicos milagrosos. Propone trabajar en serio para generar riquezas y reducir desigualdades. Pero, además, no tiene una idea maniquea de la sociedad. Más allá de los discursos y de la autenticidad de las palabras, se trata de medir la utilidad de las políticas de comunicación y lo que rinden ciertos planteos para la imagen de los que gobiernan.
Lula insiste en que hay un interés nacional que puede beneficiar a todos los brasileños. Cree que es posible que el crecimiento de la sociedad pueda darse en bloque. Habla de Brasil como un todo en el que empresarios, trabajadores y accionistas se beneficien a la vez.
Admite que los bancos están haciendo pingües ganancias con las tasas de intereses que permiten un beneficio neto –descontado el costo inflacionario– de un 7%, de los más altos de mundo. Sin embargo, insiste en que los resultados a la vista demuestran que las ganancias financieras no son incompatibles con el crecimiento y la rentabilidad del sector productivo.
Sostiene que los agronegocios estimulan la productividad del sector, y piensa que no hay contradicción alguna entre la actividad de estas empresas y la extensión de la agricultura familiar.
Todo el discurso de Lula es armonizador, lo que no significa que en su pais no haya conflictos ni que desconozca sus enormes asimetrías sociales. Pero le conviene una prédica que integra a los sectores, hacer creer que existe un interés común, y esto más allá de que lo crea con mayor o menor convicción. No es un acto ético ni de fe el que enuncie un discurso abarcador, sino político. Es el país el que lo necesita, porque hay “un” país, y la presencia del Estado le es indispensable. Y Lula representa al Estado.
Esto no deriva de una tradición “imperial” o de algún otro anacronismo de época, ni de un cinismo oculto que ignore lucha de clases o ciertos efectos devastadores de la globalización, sino de una comprensión de las tendencias de la economía internacional, de la convicción de que una política reformista implica una visión de gran angular a la vez que un arte del retrato, un día a día y un horizonte, de la continuidad de una política exterior y de una escuela de diplomacia exigente, de una decisión de integrarse al mercado mundial sin limitaciones geopolíticas, y de aprovechar lo que llaman un momento de oportunidades.
Los analistas reconocen una fase denominada “industrialista” de 1968 al ’78, aquella que despegó en coincidencia con la programada por Arturo Frondizi para desaparecer en nuestro país a fines de los 60, con la pobre etiqueta de “desarrollismo”, otra década del ‘78 al ‘88, de crisis e inflación, una del ‘88-’98, de estabilización, y la actual, de crecimiento y mejoras sociales. Se muestra de este modo un esforzado camino para una sociedad compleja, de tamaño gigantesco y un pasado no tan lejano de servidumbre.
La palabra “negocio” es bienvenida. Hay ocho sectores de negocios mayores, entre los que se destaca Petrobras, que gracias a la compra de Pérez Companc multiplicó por cuatro la producción estatal. El cemento de la empresa Camargo Correa, por la adquisición de Loma Negra, se hace dueña del 48% del mercado argentino y se convierte en el tercer productor de cemento de América latina.
Podemos interpretar este desplazamiento de capitales de varios modos. Existe una hipótesis moral por parte de quienes afirman que los empresarios argentinos no son patriotas, otra biológica que explica que esta falta de patriotismo proviene de una inscripción enzimática en un gen nacional, o una versión sociológica que sostiene que las características inmigratorias en nuestro país desde hace cien años han creado una mentalidad desarraigada y puramente oportunista entre quienes sólo quieren hacer “su” América y, finalmente, una hipótesis diferente, que afirma que las políticas del Estado argentino provienen de una cultura pequeñoburguesa y anticapitalista, que a la vez tejió un entramado nefasto. Me quedo con la última explicación.
En Brasil, el BNDES (Banco Nacional de Desenvolvimiento Económico y Social) otorga créditos a empresas que representan el 36% del PBI (revista Carta Capital 30/7). Pero no se conforman con eso, ya que en los países del primer mundo esta cifra se triplica. ¿Sabemos cuál es la relación crédito-PBI en nuestro país? ¿Llega al 12%?
Números. Hay quienes desestiman los números para los análisis políticos. Creen que sólo hay palabras, y las hay. Cuando en una sociedad lo que les rinde a los gobernantes y los políticos es el grito, la denuncia, el estado de convulsión permanente, la declamación histérica, el ánimo vengativo, la culpabilización del pasado y una retórica única en medio siglo, entonces las palabras están enfermas. Y si los números no valen, nos quedamos sin signos ni símbolos.
Brasil no es un modelo, no hay modelos de país, y menos para importar. Tampoco debe ser el mejor socio respecto de lo que otros proponen, aquellos que prefieren alianzas con los EE.UU. estimados como un mercado más serio, etc. Dejamos estos juegos políticos para los aficionados a la geomancia.
Pero al menos difunde otra política posible en este manto de fatalidad que parece cubrir el idioma de los argentinos