“Sin embargo, cuando vi esa espeluznante imagen en el espejo, experimenté un sentido de alegría, de alivio; no de repugnancia. También aquél era yo.”
“El extraño caso del Doctor Jekill y Mister Hyde”, Robert Stevenson (1850-1894)
Ahora me queda la duda y, la verdad, tengo un poco de culpa. Aquella noche del martes 25 ni siquiera tenía prendida la radio. Intentaba cocinar el contenido de esos sobrecitos de arroz instantáneo y, como siempre, algo falló: se quemó todo. Ahí andaba yo, cuchara en mano, tratando de quitar esa horrible costra negra del fondo de la olla, meta golpear, clanc, clanc, con escasa paciencia y nula técnica. Fue entonces que empezó. Paré de limpiar y afuera –vivo en Peña y Ayacucho– ya era un concierto masivo de cacerolas de mejor aleación y sonido, cencerros, cornetas de plástico, trombones –vi uno en un balcón– y bocinas. Fue una fatalidad, lo hice sin querer. La próxima, lo prometo, voy a un restaurante.
Mi ánimo no era el mejor aquel día: ya estaba cansado de ese discurso soberbio, autista y provocador, dirigido desde la impunidad del poder; muy desilusionado por las promesas de cambio incumplidas –finalmente esta gestión no es otra cosa que la continuidad de la anterior– y furioso con tantos puntos oscuros en la administración de nuestro dinero.
“¡Fernando De Tomaso, me tenés harto!”, pensé. Pero mientras los hinchas de Racing marchaban al Congreso y yo luchaba contra ese arroz carbonizado, la Presidenta habló y se armó la gran bronca. Es increíble cómo pasan las cosas, ¿verdad? Todo tiene que ver con todo.
Así surgió esa elegante hinchada de ciudadanos indignados que, después de algunas horas de júbilo, se estrellaron contra las hordas de Luis D’Elía, volante polifuncional que se mueve sin problemas de perfil por el carril derecho aun siendo zurdo; que va con los tapones de punta y a quebrar si se lo ordena el técnico, pero también hace la pausa para ubicarse en la zona más lujosa de la cancha. Eso no era pelea, dirían en el boxeo; un ambiente más ético y bastante menos brutal que ciertos sectores del poder.
Héctor Caballero, hoy dirigente de River, se animó a confesar cómo, hace cinco años, sus colegas apoyaron con estructura y dinero a un grupo de muchachos del club con la idea de que manejaran la tribuna, evitaran peleas, alejaran a punguistas, dealers y lacras por el estilo. ¿Cómo no confiar en esos chicos tan sanos, de físicos exuberantes y apellidos centroeuropeos? “Creamos un Frankenstein que ya no podemos manejar”, admitió. Cierto. Pero, en tren de citar hermosas novelas románticas del siglo XIX, todavía nos falta hablar –y mucho– de ciertos dirigentes que a simple vista parecen tan respetables como el doctor Henry Jekill, pero con facilidad mutan en el execrable Mister Hyde. Sobran.
La última persona que me habló de un Frankenstein propio fue Exequiel Avila Gallo, un diputado tucumano de simpático moñito que se jactaba con amargura de haber “inventado” a Antonio Bussi. Tenía razón. Gracias a su partido, Bandera Blanca, que lo llevó de candidato en 1987, el gobernador de facto pasó de perseguido a ganador; ganó una banca que lo protegía de cualquier juicio por genocidio y se lanzó a una impensada carrera política. Rápidamente Bussi –que vio el negocio tan claramente como Alan Schlenker, permítanme la comparación porque vale– se cortó solo. Fuerza Republicana, su partido personal, funcionó tan bien como la marca Los Borrachos del Tablón. Dos joint ventures exitosos.
El insólito D’Elía la pisó, eludió el fenómeno de la exclusión social y habilitó a la lucha de clases, lesionada y todo, para apoyar a un peronismo en el poder que jamás la planteó y mucho menos ahora, según aclaró por las dudas la Presidenta. No importa. Ramón Díaz también se define como un técnico ofensivo y no pasa nada.
Si no lo reafirmara a palazos, sonaría hasta tierno y naïf ese discurso sobreactuado en sus odios y sostenido en esta supuesta pelea de igual a igual entre “ellos” y “nosotros” por una justa distribución de la renta. Sería bárbaro, si fuese cierto. No es tan fácil. Es que cada vez se complica más saber quién es quién entre tantos grises. Pasa en el fútbol, también.
El hincha –el común, no el violento profesional– suele traducir con involuntaria agudeza estos impiadosos tiempos. Cuando le habla al enemigo de sus colores, no se pierde en devaneos.
—Vos no existís –le dice.
Si el otro no existe y nuestro club es “todo”, nada se acepta fuera de esa totalidad. Al otro se lo niega, se lo condena a una no existencia. Se lo excluye. Se lo elimina. Finalmente, ese mismo hincha, angustiado por sobrevivir en una sociedad con un sistema de trabajo precarizado, mal pago y en peligro constante, pulveriza sus miedos desde el anonimato de la tribuna y, ya transformado en Mister Hyde, ordena, si no se gana.
—¡Andáte, ladrón!
El hincha exige despidos porque el que pierde no existe, aunque sea de los nuestros. No es raro que esto suceda en un país donde las mayorías prefieren soñar con un Movimiento superador de los decadentes Partidos –la “parte”, el otro–; siempre liderados por adoradores del Pensamiento Unico, gente que decide en soledad. Un país donde la lógica del fútbol, como curiosa metáfora de la cosa pública, se espeja, invierte su rol y suele concretar un estrafalario enroque con el poder. El mundo al revés.
Lo que queda, señores, es lo que se ve. Esta tragicomedia. Un estilo de hacer política aberretado, deshilachado, apretador; apenas reconocible como caricatura del desaforado mundo de la pelota y la tribuna.