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La ciudad de las ratas

El fondo de la casa daba a una cortada en la que se acumulaba la basura de la cuadra y por donde paseaban bajo neones, entre tachos volcados, mientras no se topaban con un gato.

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La ciudad de las ratas. | marta toledo

En mi juventud, durante un corto período en Londres, me sorprendió la naturalidad con la que el ciudadano aceptaba la presencia de las ratas en la vida cotidiana, y la tranquilidad con la cual emprendía la lucha: sin urgencia, como si se tratara de una partida de ajedrez. Seguramente la batalla llevaba siglos, generaciones y generaciones, linajes, y nadie consideraba que medidas más drásticas que la clásica trampa o la presencia de un gato fueran necesarias. La convivencia con la ratas casi era un rutina necesaria. El objetivo del combate no era exterminar a los roedores, sino limitarlos, proponer tablas, una convivencia en espacios separados, casi como en un matrimonio añejo. A cambio de supervivencia, la rata en cuestión no debía dejarse ver, ya que su contextura asustadiza rematada por una larga cola habitualmente es el origen del asco. En el techo de machimbre de mi altillo escuchaba pasitos precipitados, como si de golpe alguien ahí arriba tirara los dados. De golpe los ruidos cesaban. Ante mi consulta, un día el dueño de la casa me dijo que debían ser “roedores”. Roedores en inglés no tiene el peso estigmatizante que la palabra rata sí tiene en castellano. El fondo de la casa daba a una cortada en la que se acumulaba toda la basura de la cuadra y por donde las ratas paseaban bajo neones, entre tachos volcados, mientas no se topaban con un gato. Es cierto que en el contexto londinense una rata es un animal de fábula y parece menos repulsivo que en la propia ciudad, pero desde que supe que entre el machimbre y las tejas las ratas se paseaban para acortar camino entre la madriguera y la basura, empecé a buscar otro cuarto en avisos clasificados. Me angustiaba a tal punto la presencia de ese sonido entre sobrenatural y bestial, que a veces me dormía al amanecer, rendido.

Me vino a la memoria esa convivencia angustiante con los roedores porque semanas atrás encontré en el baño de casa una rata moribunda. Atiné a cerrar la puerta. Volví a entrar con mi gata, quien pasó a olfatear a su posible presa y quizás porque la percibió envenenada, solo la cacheteó con una pata y se retiró elegantemente. La rata a su vez atinó a correrse a un rincón bajo la bañera, no a huir, lo cual me envalentonó. Una rata inmóvil es menos repugnante que una rata correteando. ¿Era capaz de matarla? Hasta entonces, nunca me había enfrentado a la disyuntiva de matar o no a un animal. De hecho me agaché a mirar la rata acurrucada bajo la bañera y sentí cierta piedad por el pequeño mamífero atrapado en ese cuerpo estigmatizado. ¿Si la dejaba morir? ¿Pero cuánto tardaría en morir? Tal vez días… Días en los que conviviría con la amenaza de que el roedor se trasladara abajo de la cama o a la cocina. Lo ideal habría sido agarrarla, como a un pichón, y soltarla en la calle. Busqué una escoba y otra vez me agaché. La rata cambió de lugar de solo sentir la presencia del instrumento justiciero. Pero en vez de parapetarse, se expuso, salió a la puerta del baño, como si hubiera decidido entregarse. Pensé que era mi oportunidad. Un solo golpe certero con la punta de la escoba en la cabeza y listo. Empuñé el palo y antes de bajarlo una fuerza opuesta me detuvo. No matarás. Observé detenidamente al animal. De repente, en el hocico puntiagudo y en la mirada hueca, entre autista y psicópata, reconocí rasgos de Mauricio Macri. Acto seguido pensé que no había retorno en la sentencia y el cabo de la escoba fue la guillotina infalible de un verdugo.