Las elecciones eventualmente se ganan en los márgenes; la confianza, nunca. Los votos fluyen por diversas vías, a partir de caudales electorales inicialmente definidos –y casi siempre insuficientes para ganar una elección– y de caudales que se van agregando a medida que las campañas electorales producen efectos y también a medida que los votantes van descartando y aceptando opciones, muchos de ellos sin demasiada convicción, o forzados por alternativas que pueden estar lejos de ser las óptimas.
Un caso extremo de una situación donde se votó sobre la base de un menú de opciones disperso, poco definido, fue la elección presidencial argentina de 2003. La tabla de las intenciones de voto en esa oportunidad cambió drásticamente varias veces a lo largo de los nueves meses previos a la votación. Inicialmente quien encabezaba las preferencias era Carrió, después lo fue Rodríguez Sáa, luego Menem comenzó a repuntar, ya cuando las candidaturas se definieron oficialmente quedaron en carrera cuatro con posibilidades: esos tres más Kirchner. De pronto, casi súbitamente, apareció en la escena López Murphy y comenzó a trepar en las intenciones de voto, como un equipo de fútbol que anda por el fondo de la tabla y de pronto empieza a ganar partido tras partido y un buen día está peleando la punta.
En esa votación quien cosechó más voto fue Menem, pero después de una segunda vuelta que no tuvo lugar, Kirchner resultó presidente electo. El segundo lugar –cuando ya era obvio que nadie podía aspirar a ganar en la primera vuelta– fue muy disputado entre Kirchner y López Murphy. Durante el último mes de campaña, Kirchner estaba en ligero descenso, López Murphy en rápido ascenso. La tendencia se quebró bien al final, pero el resultado fue un triunfo en el margen, definido por unos pocos votos que se movieron de una intención a otra. Si al ballottage hubiesen llegado Menem y López Murphy no cabe duda de que la historia que vivimos hubiera sido otra.
En muchos lugares del mundo eso sucede frecuentemente. Está en la lógica de los sistemas electorales.
Con la confianza no pasa lo mismo. Por cierto, a veces un dirigente político o un gobierno puede verse favorecido por una súbita ola de confianza, desencadenada a veces por un hecho fortuito –por ejemplo, Cobos después de la votación en el Senado en 2008– o por un resultado electoral –caso De Narváez después de salir primero en Buenos Aires en junio de este año– o por iniciar una gestión “con el pie derecho” –caso Kirchner en 2003–. A veces la confianza comienza a caer y luego se recupera: eso les sucedió a Lula hace pocos años, a Bachelet este mismo año, a Clinton después del desastre del episodio de folletín del salón Oval. Pero, en general, la recuperación de la confianza perdida es difícil y no pocas veces imposible. El voto se logra como resultado de un esfuerzo que contiene muchos ingredientes ocasionales y fugaces; la confianza es un capital intangible que no es fácil alimentar, es fungible pero no fugaz; como les sucede a las olas del mar después de un retroceso, retomar una tendencia al alza es dificultoso; hay una suerte de inercia en el desgaste de la confianza que es mucho más pesada que la inercia de una corriente ascendente.
En la vida política de hoy se está poniendo más acento en los votos –y, por lo tanto, en las candidaturas– que en la construcción de un capital de confianza. Para instalarse en un mercado electoral alcanza con dinero y recursos profesionales; en cambio, para ganarse la confianza de millones de ciudadanos, además hace falta hacer cosas, producir hechos relevantes para esos millones de personas. Esa construcción de la confianza es aun más difícil cuando no hay organizaciones políticas adecuadas para obrar como canales de comunicación con distintos sectores de ciudadanos y cuando no hay ámbitos de debates convocantes con los cuales muchos ciudadanos se sienten partícipes aunque más no sea simbólicamente.
Por eso hoy hay mucha política y poca confianza.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.