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Asuntos internos

La cuestión del plano

16-4-2023-Logo Perfil
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Borges, hace mucho, se expidió críticamente sobre el doblaje, al que llamó, entre otras cosas, “maligno artificio (...) que propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo”. Borges estaba enamorado de Greta Garbo, eso explica muchas boutades. Otra cita notable de Borges, que no logro encontrar (no al menos en Borges y el cine, de Edgardo Cozarinsky), dice algo así como “Si doblan el sonido, ¿por qué no doblan la imagen?”. Otra boutade. Dejando de lado las cuestiones estrictas de la traducción, que ya esbozamos la semana pasada, hay otra, de no menor peso, que tiene que ver con la composición del plano, a las que no aludí por cuestiones de espacio.

El propio Godard había encontrado una solución parcial al binomio doblaje/subtitulado: decía que lo mejor que podía hacerse era ver la película en su lengua original e incorporar una voz en off secundaria que a medida que la acción avanzaba diera pistas acerca de lo que estaba ocurriendo en la pantalla, tipo. “Ella está enojada porque se acaba de enterar de que él la engañó”, o “Él dice que no cesará su búsqueda hasta encontrarla”, cosas así. Recuerdo que su película Alemania 90, por órdenes expresas del director, se proyectó en Venecia sin subtítulos. Era una película hablada en varios idiomas, pero a su modo Godard tenía razón: lo importante, entendido como generalidad, se entendía. ¿Por qué Godard no quería que se subtitulara su película? Simplemente porque entendía que aquel que lee los subtítulos no “ve” la imagen. Es decir, la ve, pero dependiendo de la duración del plano, lo que percibe es algo muy atípico en la historia de la apreciación artística: mirando la imagen desde abajo. Hay planos que naturalmente ofrecen el tiempo suficiente para que la vista se alce y emprenda la rápida inspección de lo que tiene delante, pero el tiempo que el lector de subtítulos dedica a la lectura de la imagen, es obviamente menor que aquel que puede mirarla e inspeccionarla. Hay sesudos estudios acerca de qué vemos cuando miramos una imagen, estudios que en cualquier caso se desbaratan cuando el que mira fija su atención en la parte inferior de la imagen. Si se lo piensa bien es casi una aberración, en palabras de Borges una monstruosidad que hecha a perder cualquier intento compositivo más o menos responsable. 

Hace poco alguien advirtió en una escena de Oppenheimer, de Christopher Nolan, algo interesante (sobre todo para los argentinos): en el Salón Oval en tiempos de Harry Truman, el presidente de los Estados Unidos, interpretado por Gary Oldman, se reúne con Robert Oppenheimer, el creador de la bomba atómica, interpretado por Cillian Murphy. Y allí puede verse, colgando de la pared, un retrato del General José de San Martín. En la película, la réplica del cuadro de San Martín se debe a que en el Salón Oval de la Casa Blanca efectivamente había una pintura al óleo dedicada al prócer: el embajador argentino Oscar Ivanissevich le regaló ese óleo a Truman en 1946, bajo el gobierno de Perón. Interesado por la historia de la liberación de América, Truman había mandado a decorar su despacho con una gran pintura de George Washington flanqueada por las imágenes de José de San Martín y de Simón Bolívar. El hecho de que Nolan haya respetado la decoración del Salón Oval es menos relevante como el hecho de que aquellos que pudieron percibir la presencia del cuadro, la primera vez que vieron la película no fueron, indefectiblemnente, aquellos espectadores que estaban leyendo los subtítulos.

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Lo que cabe preguntarse, cosa que Borges no hace, es hasta qué punto la lectura de subtítulos nos alejan del hecho artístico en sí, hasta qué punto nos acercan a la fidelidad de las voces, pero nos sacan de juego del cine como arte. Si tanto aman las voces, tal vez deberían escuchar la radio.