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La economía de Angueto (“¡Quedate quieto!”)

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Trabajo. El rumbo de la política económica se parece al travieso personaje de Carlitos Balá. | cedoc

La retórica acerca del éxito o el fracaso de una política económica, en el caso argentino casi agotó todos los argumentos posibles para mostrar lo obvio, pero también para ocultar un secreto a voces. Desde el oficialismo de turno, siempre hay motivos para alabar la esforzada tarea de revertir la pesada herencia, de navegar contra la corriente de factores externos que complican el escenario, de la mala praxis de alguna quinta columna de ocasión y, porqué no, de la mala suerte. Pero también se unió a las razones con sabor a excusa, la incomprensión de la ciudadanía al mensaje que el Gobierno no pudo, no quiso o no supo trasmitir con claridad. En el medio, claro la picardía de los periodistas y la maldad de la prensa hegemónica. Pero la historia y no tan reciente marca otra realidad. En los últimos tres cuartos de siglo, la inflación solo fue de un dígito anual en uno de cada seis años. Desde el retorno de la democracia, que el año próximo cumplirá 40 años (por lo tanto, ya no podemos escudarnos en su inmadurez) la economía argentina no encontró un modelo sostenido en el tiempo que conjugara crecimiento, bienestar para una porción creciente de la población en armonía social. Los períodos de estabilidad y fuerte respaldo político a un programa fueron aislados, verdaderos oasis dentro de un periplo de fracasos.

Desde 2012 la economía está estancada y cada recomposición vino después de una recesión o anticipó otra caída. El saldo de estos serruchos durante mucho tiempo fue la marca de impredecible para el universo inversor y la incertidumbre para los consumidores.

La precarización del empleo, con una demanda de trabajo formal privado y de calidad, con techo, pero sin piso, tiene mucho que ver con la bajísima tasa de inversión con relación al PBI: en este período osciló entre 13% y 18%, cuando la comparación internacional para un país que aspirar a crecer al 4% anual (nada de tasas chinas) coloca esa ratio por encima del 24% anual. Pero para recuperar posiciones relativas (Argentina las perdió en los últimos 40 años en el marco regional) y bajar en el corto plazo el umbral de pobreza estructural, se requeriría al menos 10% más del PBI dedicado a esto. Imposible sin acuerdos que de un horizonte de largo plazo que facilite y no castigue la inversión. No solo una economía con parámetros previsibles sino también un andamiaje jurídico y un consenso mínimo que lo haga factible.

Este es, quizás, el talón de Aquiles de la situación argentina. ¿Cuánta inflación tiene que haber para poder afirmar el consenso que la emisión monetaria deviene, tarde o temprano, en el alza del IPC? El recreo de la pandemia sirvió para que más de un economista encontrara un fundamento para su teoría voluntarista que la oferta monetaria nada tenía que ver con la suba de precios y cuando ello ocurría, había que mirar el comportamiento colusivo de productores. Allí el Estado presente y las trabas al comercio exterior parecen que no tenía nada que ver. Como si el sistema argentino fuera diametralmente opuesto a otros en el que las mismas empresas actúan, pero con resultados diferentes.

Además, ¿cuánto tiene que subir la tasa de interés para validar que, ante el desborde inflacionario, una política monetaria dura por sí misma no controla la inflación en forma sostenida si no se corrige el agujero negro fiscal? Actuar a corto plazo para apagar el incendio es posible, pero los resultados cada vez pueden demorarse más en aparecer, porque los mecanismos de defensa y elusión de los actores económicos se afinaron luego de tanta gimnasia inflacionaria. De nada sirve cerrar la canilla si el tanque sigue desbordándose: mientras no se haga una reingeniería fiscal (de gastos y de ingresos), solo podrá servir la muleta de aumentar el déficit cuasifiscal que, en algún momento también encuentra su límite.

En esos términos, la política económica se parece al inolvidable personaje que nos dejó Carlitos Balá: el travieso Angueto. Hasta un dotado de la actuación como él podía hacer creer a chicos y no tanto, que allí había una mascota que ladraba y pedía mimos. Pero para eso, se requiere un público que crea (porque así lo quiere) que allí no hay un cómico haciendo de paseador sino un perrito de verdad. Una ciudadanía que confíe en la buena praxis de los que administran, pero a esta altura ya saben que, aunque le digan “quédate quieto” el IPC seguirá su camino ascendente.