Me encantaría tener la mesura, el don de gentes y la cortesía del senador Federico Pinedo, pero no los tengo. Su proyecto contra la despenalización del aborto es una infamia. Me impide conservar la ecuanimidad necesaria para un tema tan delicado como el del nacimiento y la maternidad, el de la vida y los derechos individuales.
Respeto a quienes en nombre de su fe religiosa se oponen a la despenalización o a la legalización de un acto que consideran un pecado mortal. Solo puedo argumentar que un acólito de una Iglesia que –desde el siglo IV de nuestra era– hace de la virginidad una escalera al cielo y del celibato de sus pastores una condición de su ejercicio, y de una creencia que condena el placer sexual como una mancha moral, evidentemente votará en contra de la ley aprobada en la Cámara de Diputados.
Pero Pinedo, en lugar de rechazar la ley, propone una alternativa que obliga a la mujer que no desea ser madre a concebir un hijo bajo la vigilancia del Estado, que la compensará con un dinero durante los meses de su gestación y hasta que aparezcan adoptantes para el niño o la niña y le pedirá su aprobación de los futuros tutores. Será tenida en cuenta la opinión de la madre sobre las creencias de los próximos padres en la medida en que no quiera que su vástago caiga en manos de vaya a saber qué tipo de herejes.
En caso de desobediencia, la mujer que aborta será penada con un castigo menor que el existente hasta la fecha.
Pinedo no vive en Escandinavia sino en un país en el que el Estado no solo no se hace cargo de sus deberes y funciones, sino que está quebrado, cuyos hospitales carecen con frecuencia de los insumos básicos, en los que los pacientes deben esperar un turno durante un lapso de tiempo que agrava sus dolencias y los hace correr riesgos en los que la vida está en juego, y, además, su sistema de adopción está sospechado no solo de corrupción, sino de negocios turbios y siniestros.
Cuando el proyecto de Pinedo dice que en caso de no encontrar nuevos padres el niño podrá ser alojado en albergues u orfanatos ideados para tal fin (“hogares de acogimiento”); entonces, lo que he denominado “estafa” deja de serlo al variar su contenido: no es una estafa, es un acto perverso.
El debate en la Cámara de Diputados fue un acto democrático en el que la grieta no hizo de las suyas. El corte transversal impidió que la comodidad maniquea de los bloques –que en nombre de la obediencia debida y la lealtad votaban según conveniencias propias– se deshiciera y fragmentara más allá de etiquetas e identidades.
Debieron argumentar con algo más de imaginación. Fue penoso que un diputado como Agustín Rossi no pudiera evitar la demagogia más barata al invocar a las adolescentes de 13, 14 o 15 años, con sus pañuelos verdes, invitándolas a una fiesta abortista que lo emocionaba.
La perversión tiene dos caras. La de la irresponsabilidad que hace de un acto doliente un cebo para atraer juventudes, y la del benefactor de futuras madres a las que humanamente obliga, y les paga para que se sometan –aprovechando situaciones de abandono en las que, para sobrevivir, mujeres desesperadas se resignen a la maternidad–, al mandato del poder.
Posdata: Deberíamos agradecer al proyecto del senador Pinedo por el mero hecho de transparentar la posición ética de quienes desde una defensa de lo que ellos llaman “vida” votarán en contra de la Ley de la despenalización del Aborto.
Los datos sobre la cantidad de abortos que se hacen por año varían. Hay números de 2005 que hablan entre 480.000 y 500.000 abortos por año. De aprobarse la ley de Pinedo nacerían el año que viene medio millón de niños y niñas no deseados.
Suponemos que las mujeres de alto poder adquisitivo no necesitan de los pocos pesos que el estado distribuye en planes sociales y abortarán igual en las mejores condiciones que encuentren, sin riesgos de salud ni de ser penalizadas, como lo han hecho hasta ahora. Pero las mujeres en situación de indigencia que no llegan a alimentar a sus hijos porque nada tienen, podrían aceptar la ayuda social del estado que promete encargarse de la manutención del niño hasta encontrarle un nuevo hogar.
Suponiendo que el niño no sea víctima de los traficantes de menores y que permanece un tiempo con la madre natural, ya que por ser “morochito” será difícilmente ubicable, tendremos cientos de miles de recién nacidos a ser depositados en inmuebles para huérfanos en medio de la indiferencia y el sufrimiento de los seres no queridos por nadie.
Agradecemos a Pinedo que nos haga saber que en defensa de la vida de un embrión condene a cientos de miles de niños al abandono y a sus madres a una maternidad no deseada y a ser progenitoras de hijos que no verán nunca más.
Ésta es la moral de Pinedo y de todos a los que representa.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).