El matrimonio Kirchner cree, realmente cree, que los medios se reducen a las empresas que los poseen: son actores del juego de poder, con intereses e ideologías.
Otros presidentes y políticos de la democracia han pensado, piensan, en privado, de forma parecida; sin embargo, cortejaban, cortejan en público, en actos y palabras, la idea de que, al menos en la representación colectiva de la sociedad, la prensa es algo más.
Los Kirchner rompieron esta dualidad y asumieron la confrontación pública –y constante– no sólo con las empresas dueñas de los medios, sino también con sus periodistas, a los que acusan, con desprecio, de ser meros esbirros de sus empleadores (“¿A vos quién te mandó? ¡Tu jefe te mandó!”, apuró Luis D’Elía a un cronista de TV durante un reciente cacerolazo, haciendo propio el pensamiento de la Presidenta.)
En sus discursos públicos, la Presidenta se ha ensañado tanto con poderosos multimillonarios como con jóvenes cronistas, a los que ha concedido, por el solo hecho de atacarlos, una fugaz, sorpresiva fama. Con la misma lógica, los Kirchner aprecian a los periodistas y a los empresarios de medios que expresan opiniones similares o muy cercanas a las propias.
Y no sólo expresan ese repudio o ese apoyo con palabras, sino con hechos: obstaculizan el acceso a la información, incluso la más inofensiva; distribuyen la publicidad oficial en los medios de acuerdo con los intereses inmediatos del gobierno; y apoyan la creación de mecanismos de denuncia y control, como el ayer anunciado Observatorio de Discriminación, de cuyos fines últimos los periodistas inmediatamente recelan.
Dicho en una sola frase, los Kirchner ponen todo el peso del Estado al servicio de una idea: la de que no existe ni puede existir prensa independiente.
¿Y acaso existe, realmente?
Intereses económicos, ideología y política forman parte de la realidad de todos los medios en todo el mundo. En los países en los que existen condiciones básicas, como libertades públicas, un determinado grado de sofisticación de la sociedad civil y un cierto desarrollo económico, los medios juegan un papel fundamental en la constitución de la esfera pública realizando una mediación, siempre compleja y no meramente reductible a lucro o fe política, entre la opinión pública y el poder.
Cada día, en el interior de cada medio se produce una complicada alquimia que intenta conciliar los intereses económicos y/o políticos que los sostiene, por un lado, con los reclamos de su clientela, su público, que reclama, espera, enterarse de la verdad de los hechos, por el otro.
Los defensores de los primeros son, por lo general (aunque no siempre), los ejecutivos de los medios, que ocupan las oficinas de los pisos más altos, desde donde lidian con las finanzas. Los defensores de los segundos suelen ubicarse (aunque no siempre) en los más bajos, donde está la redacción: son los periodistas, que, excepto cuando se entregan al cinismo, la corrupción o una absoluta fe política, intentan sostener algún grado de autonomía respecto de esos intereses que pagan su sueldo mediante la difícil tarea de reunir y difundir una serie de hechos verdaderos.
La existencia misma del periodismo como institución defensora de la calidad y el derecho público a la información depende de esa frágil, inestable autonomía, y muchas veces se mantiene en pie no sobre la sólida roca de una inquebrantable vocación de servicio pública, sino sobre la cornisa del orgullo profesional o el alfeizar de la vanidad personal. Pero, con todo y su vulnerabilidad y sus contradicciones, existe y es esencial para la vida democrática de cualquier sociedad.
Contra ella se alzan no sólo los Kirchner sino también los mismos intereses políticos y económicos que alimentan a los medios pero que se sentirían mucho más cómodos reduciéndolos a vehículos de sus necesidades.
Al atacar no solamente a las empresas sino a los periodistas, al dificultar o descalificar su tarea, los Kirchner coinciden objetivamente con aquellos intereses que denuncian y ayudan a licuar ese frágil espacio de autonomía que está al servicio de la población. El ejemplo más flagrante es el más reciente: el ataque de la Presidenta, en la Plaza llena del martes pasado, contra el caricaturista Hermenegildo Sábat, que durante décadas ha sido el mejor representante de ese rol difícil pero fundamental que el periodista defiende en el interior de una empresa –¡cuántas veces ha dicho Sábat con un dibujo lo que no se decía en metros de papel!
Al hacerse odiar por los periodistas, los Kirchner, sin embargo, pueden realizar su propia profecía. Tras seguir la cobertura del reciente conflicto agrario, en el que tantas cosas distorsionadas se dijeron y tantas cosas esenciales no se dijeron, en el que tantas preguntas innecesarias se hicieron y tantas preguntas necesarias no se hicieron, comienzo a preguntarme si acaso muchos periodistas no están empezando, como los Kirchner creen desde siempre, a perder la fe en su profesión.