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La gran fractura

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Hay viajes que empiezan mal y terminan peor. Un congreso me llevó a la Universidad Católica de Lovaina, previo paso por Bruselas, la encantadora capital de Bélgica y principal sede administrativa de la Unión Europea.

Nos instalamos en nuestro cuarto con vistas a Grand Place (o Grote Markt en flamenco), uno de los espacios públicos más ornamentados de Europa, donde tuve un tropezón. El doctor que finalmente vino a visitarme dictaminó que no había daño óseo, explicó que el dolor era causado por el daño en los tendones y en los músculos del área, felicitó la sabiduría de la automedicación argentina (lo que pensaba recomendarme yo ya lo había hecho) y se retiró disculpándose por no haber hecho nada.

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Al día siguiente tomé el tren a Louvain-la-Neuve, donde apenas si pude participar del congreso, o caminar, o comer, sin lágrimas en los ojos.

Después de ese compromiso último, me había reservado seis días para descansar en Marruecos, país desconocido, de un año particularmente agotador. Volamos a Casablanca y, de ahí, en tren, a Marrakech (que odié tanto como Elías Canetti). Llegamos a Buenos Aires, donde había paro de controladores o algo así, el 19 de diciembre.

El 20 fui a la guardia traumatológica en Buenos Aires para que me hicieran una placa radiográfica que confirmara el diagnóstico belga. Resulto que tenía fractura de peroné, milagrosamente (inexplicablemente) sin desplazamiento. Me enyesaron el pie derecho, a la antigua usanza.

Mientras espero respuesta a mi reclamo administrativo a la empresa de medicina contratada para el viaje (¿se imaginan un desplazamiento del hueso fracturado en Marrakech?), no dejan de sorprenderme las diferencias de protocolo. El médico que me atendió en Bélgica miró y acarició mi pie, me tranquilizó, me sonrió. El médico que me atendió en Buenos Aires ordenó una placa, apenas si me miró a los ojos (como suelen hacer los traumatólogos) vio mi verdad en una placa radiológica y empezó a enyesarme sin el más mínimo interés hacia mi persona. Son dos formas diferentes de la bestialidad de las que hablaré con mi traumatólogo de cabecera, cuando consiga reunirme con él.

Pero más allá de la ética profesional, lo que revela la diferencia de protocolo es una abismo ético que tiñe todos nuestros comportamientos.

Durante mi viaje, hubo sublevaciones provinciales que dejaron más de diez muertos. En la perspectiva nacional, sólo importan vistos a través de una placa que revela un plan destituyente organizado. Hubo (y hay) cortes de luz que, una vez más, sólo se dejan comprender en relación con una operación de revelado: “esa no es mi responsabilidad”, me dijo el traumatólogo porteño de guardia, cuando intenté que reflexionara en el diagnóstico previo. Estamos quebrados, pero nadie te mira a los ojos para decirte hasta qué punto. Y el que te mira a los ojos y te dice palabras bonitas, seguro que te miente y te somete a la avaricia que regula su conducta.