Todos tenemos nuestros momentos masoquistas. El domingo pasado tuve uno de los míos. Después de meses de no ver fútbol local, me dispuse a ser testigo de la esperable derrota de mi equipo en el superclásico. La sorpresa fue doble: el primer tiempo resultó más que bueno y en el entretiempo estábamos un gol arriba. ¿Por qué doble la sorpresa? No por nada que haya pasado en el segundo tiempo (el empate final era lo mínimo que podía suceder), sino por ciertos increíbles pasajes de la transmisión, a cargo, como todos saben, de Canal 7. Mientras se disputaba el partido, es decir, mientras a la mayor parte de la audiencia sólo le interesaba saber qué es lo que ocurría dentro de los límites del campo de juego, el director de cámaras daba órdenes para que aparecieran en pantalla las imágenes aéreas captadas desde un helicóptero que mostraba el estadio de River Plate y sus alrededores, con una leyenda que decía algo así como “el partido, desde el aire”. Largos segundos en los que uno sólo podía desear que, por favor, alguien decidiera volver de una vez al partido. Pero no: corte y a una imagen movida (literalmente) por las olas del Río de la Plata, generadas desde un barco: la leyenda decía, esta vez, “el partido, desde el agua”. Pero, por supuesto, lo único que no se veía desde esas tomas era el partido. ¿De qué sirvieron esos denodados esfuerzos técnicos, esas piruetas de pura vanguardia televisiva? Nadie parece tener mucha idea. Salvo un periodista que escuché al otro día de la transmisión (creo que era Canal 7 también, creo que era Orlando Barone), que los ponderaba ante el sorprendido silencio de sus compañeros.
Pero mi semana masoquista recién empezaba. Dos o tres días después, intrigado por las más de dos millones de personas que compraron sus entradas, y por la opinión de algunos conocidos que alababan las actuaciones y ponían los ojos en blanco al hablar de una escena que incluía una toma aérea de la cancha de Huracán, fui al cine a ver la última película de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos (basada en un libro del escritor futbolístico –todo tiene que ver con todo– Eduardo Sacheri). Campanella filma, no es ninguna novedad, como si en los últimos cuarenta años en el cine argentino no hubiera sucedido nada. Al margen de ciertos clichés inauditos (las escenas del tren, o del anotador donde se lee la palabra “temo”, que inoculan en el espectador avezado la voluntad de destrozar el cine a batazos limpios) y de que las actuaciones no son nada del otro mundo, tal vez lo peor de todo sea la necesidad del director de subrayar cada detalle argumental (diálogos explícitos, flashbacks innecesarios), limitando cualquier libertad interpretativa. Pero miento: lo peor de todo es precisamente aquella toma aérea gratuita, el travelling que planea sobre la cancha llena y pasa entre las piernas de los jugadores hasta llegar a la tribuna, donde están los protagonistas, un injerto estilístico que no tiene ninguna función discernible, ninguna otra razón más que la pura arbitrariedad.
A todos los que alguna vez nos empeñamos en escribir ficción (por no hablar de la no ficción) nos repitieron hasta el cansancio que, si bien la trama de una historia puede existir o no, ser visible o permanecer oculta, los elementos de una narración tienen un fin, una funcionalidad. Pero quién sabe: tal vez las normas hayan cambiado y la sensibilidad contemporánea se rija ahora por reglas más complejas. Al fin y al cabo, ¿qué es una simple opinión frente a la de más de dos millones de personas?