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La guerra de los pobres

El lunes pasado, el pastor protestante que tiene una iglesia en la otra cuadra volvió de sus vacaciones. Nos dimos cuenta por la celebración que nos llegaba de a ráfagas sonoras durante la puesta del sol. Entre una y otra de las canciones pop que entonaban los fieles, mencionó Córdoba, así que supusimos que allí había estado.

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El lunes pasado, el pastor protestante que tiene una iglesia en la otra cuadra volvió de sus vacaciones. Nos dimos cuenta por la celebración que nos llegaba de a ráfagas sonoras durante la puesta del sol. Entre una y otra de las canciones pop que entonaban los fieles, mencionó Córdoba, así que supusimos que allí había estado. Uno de los estribillos más pegadizos que escuchamos decía: “Hay alguien que te quiere/ hay alguien que te ama/ hay alguien que te escucha/ y Jesús se llama”.
Más temprano, ese mismo día, me había encontrado con Nora, la hija del pastor, que estaba cuidando la casa de su padre, volviendo a la suya, cargando una bolsa con sus pertenencias y a uno de los cachorros de la perra de la casa donde estoy pasando este verano, que ella quiso adoptar como guardián. Me ofrecí a llevarla, porque volvía con el auto de hacer compras, y me pareció justo hacerlo aunque vive a cinco cuadras de la iglesia y de mi casa de verano.
Le pregunté qué nombre le había puesto al perro (schnauzer por lado de la madre, hombre lobo por lado del padre) y me dijo: “Negrito”. “¡Qué imaginación!”, le contesté, porque el perro es negro como un carbón. Me contó que mientras cuidaba la casa de su padre, habían entrado ladrones en la suya. Le habían llevado la bomba de agua y el cable de alargue que usa para cortar el pasto. Me indigné profundamente, sobre todo porque a la mañana temprano nuestro jardinero me había contado que le habían robado la moto con la que viajaba como un meteoro de quinta en quinta. “¿De dónde te la robaron?”, le pregunté, temiendo que hubiera sido en alguna de las casas que atiende en mi cuadra, porque me habría sentido culpable. “De mi casa”, me contestó.
En un caso y en otro se trata de pobres robando a pobres, que fue lo que motivó mi escándalo. A los dos les dije que no entendía esa práctica vil: “¿Por qué no se van a robarle a los ricos?”, mentí. Por supuesto, los ladrones saben que si aspiraran a mejores botines deberían enfrentarse con las fuerzas del orden: policía provincial, seguridad de los barrios cerrados que infestan la zona, profesionales famosos en el mundo entero por la facilidad con la que matan a quienes atentan contra la propiedad privada.
Lo que más me asombró fue la actitud de resignada aceptación de los hechos, como si para ellos, que nada tienen, fuera fatal que les robaran sus poquísimos tesoros. No sé cómo hará Dante ahora para trasladarse de un lugar a otro y cumplir con todos sus clientes, ni sé cómo hará Nora para sacar agua del pozo para cocinar y para bañarse.
Dante vino de Santiago del Estero en busca de mejores perspectivas de vida. Nora y su familia son de Tucumán y ninguno me resulta particularmente simpático, pero no es eso lo que importa. Si ambos siguen acá es porque, todavía, están mejor que allá. Entiendo que la “seguridad”, en estos andurriales, tiene un sentido diferente al que tiene en boca de los habitantes de zonas más privilegiadas a quienes les roban el auto asegurado. Aquí seguridad quiere decir: condiciones mínimas de existencia, que no están garantizadas para nadie: ni para los rateros que se llevan motonetas, bombas de agua, cables viejos, ni para las víctimas pobres de esos robos lamentables. Convendría clamar, aquí también, por seguridad: esperamos que a alguien se le ocurra traer agua corriente, gas, transporte público, dispensarios y escuelas al campo nuestro: a media hora de Congreso, a diez minutos de Moreno. Canturreamos: “¿Hay alguien que te quiere, hay alguien que te escucha?”.