“El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.”
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Perdieron por “poquito”. Un par de puntos nomás, y la bronca de saber que una mano negra dio vuelta la cosa cuando la fiesta era casi segura. Un gol mal anulado y el foul no cobrado que terminó en gol. ¿Será posible? Algo parece evidente: no ganaron los otros, ¡lo perdieron ellos! El país habla aún sobre la manera escandalosa en la que les fallaron justo en el peor momento y se pregunta cómo van a hacer ahora para superar la pálida y levantar cabeza. Veremos, dijo Stevie Wonder, puso la primera y aceleró a fondo.
Vélez celebró una noche y protestó amargamente durante el resto de la semana. Jugó mejor que Huracán, fue el equipo más sólido del torneo, conservó su cancha invicta y sin embargo lo que la memoria colectiva rescatará de este partido final será… la sensación de injusticia, los errores del árbitro Brazenas y el estatus de campeón moral –especialidad nativa desde los tiempos de Rattín y el referí alemán– que de manera unánime le fue otorgada al equipo de Cappa. La Argentina perdonavidas adora consagrar a un principista honesto cada tanto, siempre y cuando nada decisivo esté en juego. Una sutil manera de llamar la atención y castigar a los candidatos que se repartirán la torta cuando la cosa venga en serio. Igual es por un rato: en cuanto se canse del juego, ese país lo neutralizará, lo olvidará o lo aplastará sin piedad. ¡Angelito y Pino, un solo corazón!
Los velezanos de corazón se ponen furiosos cuando los demás se burlan de ellos. Los llaman “sociedad de fomento”, dicen que son pocos y sostienen que, por más que se esfuercen en crecer, jamás alcanzarán la grandeza de otros clubes en franca decadencia pero con el ángel intacto. No los ven ganadores aun ganando, y eso que pocos han levantado más trofeos que ellos en los últimos años. Extraño fenómeno en un país tan enamorado de los números y la acumulación.
La verdad, nadie pierde su tiempo discutiendo sus evidentes virtudes. Es más, los periodistas suelen ponerlos de ejemplo, elogian su eficiencia con moderado entusiasmo... y chau, a otra cosa. Hinchas y dirigentes están indignados; creen que no los reconocen como merecen, y es cierto. Los niegan porque no venden a pesar de sus éxitos. Antihéroes, provincianos, más ignorados que envidiados. Grises. Suena fatal, lo sé, pero la mayoría del ambiente futbolero los ve de esa manera.
¿Por qué semejante ninguneo con una institución fantástica que –vuelvo a escribirlo–, de haber sido imitada en su estilo de conducción por el resto de la dirigencia argentina, otra historia se hubiese escrito en estas pampas de crisis y gripe? ¿Qué bicho les ha picado con Vélez? ¿Qué es lo que molesta de esta laboriosa gente?
Sucede que el travieso geist argentino está a años luz de asimilar su prolija planificación. En el país, las políticas de Estado han brillado por su ausencia y nadie cede su cargo –como alguna vez hizo Raúl Gámez–, en nombre de la alternancia en el poder. Nuestros presidentes quieren eternizarse y hacen cualquier cosa para conseguirlo. Vélez tiene esa cosa medio aburrida de los países ordenados; es nuestra Suecia, si me permiten la comparación.
El rival en esta final fue su opuesto perfecto. No tanto por su estilo de juego –el tiki tiki no es tan patrimonio de uno ni carencia del otro– como por su manera de plantarse frente a la vida. Huracán es más la Argentina. Un país entrañable, talentoso, melancólico; lleno de poetas menores que hacen de la súbita inspiración un arte; gente que supo vivir antiguas épocas de esplendor y mantiene intacto ese estilo de aristócrata venido a menos que sufre la inclemencia del nuevo mundo.
Huracán es la cigarra que disfruta y Vélez la hormiga que acumula. ¿Se acuerdan de la fábula de Samaniego? Esa que contaba la historia de la cigarra que cantaba durante el verano mientras la hormiguita trabajaba de sol a sol y después, en el invierno, suplicaba por comida porque ella nada había guardado. La moraleja del maldito Samaniego es clara: a romperse el lomo sin pensar en tonterías como el arte o la diversión, chicos, así después podemos refregarles nuestro éxito a los vagos. Detestable.
La vida no suele ser tan maniquea como en las fábulas, aunque en esta amada república los animales no sólo hablan sino que aparecen en la tele. Sin duda, Huracán es mucho más que un grupito de soñadores inimputables y Vélez no sólo una férrea organización de burócratas del éxito. La gente suele identificarse con el más débil. ¿Y vos, Asch?
“Maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse”, escribió Celaya, lejos de la pelota de Maradona. Pues bien, compatriotas, lo diré: más allá del bien y el mal, pues me quedo con el colgado de Huracán. Hinché por ellos y maldije a Brazenas, lo admito. Ay. Huracán, Racing, la Argentina... Mi pasión y mi condena, que nadie lo dude.