La mañana del viernes 16 de agosto me desperté sin internet y prendí, por eso, el televisor. Poco después de las noticias sobre los crímenes de la jornada y los choques en las rutas, el señor Nelson Castro, en un editorial, invocó su condición de médico para diagnosticar a la señora Fernández y decir que “sus médicos están preocupados” (como si acabaran de desayunar juntos). La señora Fernández, dijo el señor Castro, padecería de “sindrome de Hubris” (la palabra que designa a esa falta moral es griega, y se translitera como Hibris, pero la televisión decía Hubris).
Yo nunca había escuchado nada sobre tal síndrome, pero como la medicina inventa enfermedades según se van patentando medicamentos (hace muy pocos días supe que existía una rarísima “encefalitis de Hashimoto”, “descubierta” en 1966 y que hasta 2005 había registrado apenas 200 casos), me dediqué a investigar el punto. Todo lo que encontré fueron referencias a los dichos del señor Castro e, hilando más atrás, a unas notas periodísticas en medios españoles que databan de 2012 y un artículo “científico” de David Owen y Jonathan Davidson de 2009.
La descripción del síndrome propuesta por el señor Castro coincidía aproximadamente (la aproximación es la ley del juego de bochas, y también del comentario televisivo) con la paranoia, tal como la describieron Johann Christian Heinroth (que inventó la palabra), el presidente Schreber (que la padeció), Sigmund Freud, Jacques Lacan, Salvador Dalí, Theodor Adorno, Elías Canetti y Gilles Deleuze (entre los más grandes teóricos del fenómeno paranoico). Yo he leído y he enseñado a todos ellos, de modo que reconocí de inmediato aquello de lo que el señor Castro hablaba y que adscribía a una “salud emocional” (noción bastante repugnante).
Mientras desgranaba la sintomatología del síndrome, el señor Castro se frotaba los dedos de las manos entrelazadas, con una fruición que me dio un poco de asco. Era como si esa encarnación de Mr. Burns hubiera encontrado cierta felicidad malsana en una designación cientificista que ofende a la inteligencia al pretender ignorar el largo y paciente trabajo de la filosofía y del psicoanálisis para comprender (y eventualmente tratar) los desacomodos entre lo real y lo imaginario.
Sí, el paranoico se coloca en el lugar del Unico, el resto último de una humanidad desaparecida y desfalleciente. Sí, la paranoia es una enfermedad del poder. ¿Pero por qué elegía el señor Castro decirla como “entidad médica” y no como el fundamento de la comunidad humana?
Cualquiera que ha estado en el lugar del descalificado sabe que la pseudociencia es el recurso más a mano para que todos nos quedemos tranquilos: “La homosexualidad es una enfermedad” (¡un síndrome!), se dijo durante mucho tiempo.
El señor Castro se hundió en las aguas heladas del discurso paranoico al ponerse en el lugar del Unico (mirando a los ojos a la soberanía), el que sobrevive al desmoronamiento de la especie. Eso es la Hubris.