Hace unos meses decidí no ver más el Fútbol para Todos. Era más de lo que podía soportar. A la agresiva propaganda oficial durante el partido y el entretiempo, se sumaba la penosa obsecuencia con el poder de los locutores, cuya cumbre eran los relatos de Javier Vicente, quien intercalaba en ellos las perlas del adoctrinamiento kirchnerista. Vicente y Marcelo Araujo eran los arietes de una provocación cuyas víctimas éramos los espectadores, pero también sus propios compañeros, obligados a trabajar bajo vigilancia, en la incomodidad de un oficio desnaturalizado. Así que un día me harté y dejé de ver fútbol argentino.
Más allá de haberme expulsado, el proyecto había resultado un fracaso fenomenal. Después de prometer que ganaría dinero, terminó destinando cifras cada vez mayores para subsidiar un fútbol que se emparejó notoriamente hacia abajo mientras aumentaban la violencia en las gradas y el manejo turbio de las cuentas. Después de más de cuatro años de intervención estatal en el fútbol, con los funcionarios de gobierno regulando hasta los horarios de los partidos, se terminó jugando sin visitantes en las tribunas, con la mayoría de los clubes al borde de la quiebra y con un rating mucho menor al esperado.
Como me gusta el fútbol y como no creo que es mejor que todo salga peor, me ilusionó que el gobierno decidiera modificar radicalmente las transmisiones, como se anunció junto con la llegada de Tinelli, aun en medio de la sospecha sobre los negocios con Cristóbal López. Me ilusioné no sólo por la promesa de que se despolitizarían las transmisiones, sino por los nombres que se pusieron en juego para reemplazar la pereza y la grosería lideradas por Araujo. Me gustó que llegaran Mariano Closs (en mi opinión el mejor relator del fútbol televisado) y, sobre todo, Diego Latorre, una curiosidad en el periodismo deportivo. Latorre es un ex jugador que combina el conocimiento del juego, la facilidad para comunicarlo y la convicción de que el fútbol tiene una ética y una estética. Empecé a creer que se podría pensar en modificar el equipamiento vetusto y el anquilosado estilo con los que el fútbol se televisa en la Argentina, donde se nos priva de la visión del juego para mostrar a los técnicos y a los hinchas o para repetir jugadas intrascendentes; donde los relatores no identifican a los jugadores y gritan por anticipado, donde los comentaristas hacen alarde de un saber técnico que no poseen.
Llegué a imaginarme una transmisión moderna, sofisticada, sobria, con los mejores profesionales, dedicada exclusivamente a lo deportivo, que les ofreciera libertad a los periodistas y dignidad a los espectadores. No fue y no cuesta mucho advertir que difícilmente hubiera sido. En el desquiciado ordenamiento político y cultural argentino, la presidente y su círculo más cercano creen que la palabra de Hebe de Bonafini cuenta para cualquier tema, que Javier Vicente es un baluarte ideológico y permitir que lo deportivo sea la prioridad en un programa de fútbol constituye una derrota política.
Con gran melancolía, vi ayer Estudiantes 1–Arsenal 0, primer partido de la Copa Raúl Alfonsín. Los relatores me contaron que el campeonato era emocionante, que los planos del director eran excelentes y el Fútbol para Todos una alegría enorme. Ellos vieron eso que no vi, y yo vi en cambio que el gol había sido en contra, y ellos no. También me contaron en el entretiempo que los jubilados ganan dignamente y que nos roban en el supermercado.