Los problemas de caja, las deudas crecientes de varias naciones europeas, la importante crisis fiscal, la marcada fragilidad de Grecia, España y Portugal no sólo se transfieren al mundo sino que han generado, recreado y potenciado fenómenos sociales que estaban ocultos en esos países, con la complicidad de los sectores de poder. La corrupción en los distintas áreas de gobierno y en los partidos políticos es, en algunos casos, obscena y más profunda de lo que creía. El problema se ha extendido sin dudar a América del Norte, región que padece la presión de los déficits y el desempleo, la misma que vio el nacimiento de la crisis financiera más hiriente de los últimos 80 años.
Como bien se sabe, la corrupción es un emergente, una manifestación de la degradación ambiente, una muestra de que todo puede ser aplastado de acuerdo con las conveniencias personales. Es una de las tantas epidemias que han asolado la vida humana en sociedad desde los primeros tiempos. Hoy, en cambio, adquiere una dimensión sórdida. Se sabe que existe pero es difícil combatirla desde la raíz. Resulta casi imposible destruirla antes que se haga evidente. Una enumeración de los casos de corrupción debe empezar por la complicidad del gobierno griego con la conducción de importantes bancos norteamericanos para ocultar desde hace años las cifras públicas considerablemente negativas de ese país. En España, dirigentes del Partido Popular están comprometidos hasta el cuello en manejos ilegales y pendientes de decisiones de la Justicia. El ex presidente de la comunidad balear, de ese partido, Jaume Matas, se enfrenta a un juicio de envergadura. El “amiguismo” forma parte del folclore de los grandes negocios con el Estado español desde los tiempos de Franco.
En Inglaterra no sólo el Parlamento ha sacado los trapitos al sol por gastos indebidos o no justificados de varios legisladores. El primer ministro británico, el laborista Gordon Brown, a pocas semanas de las elecciones generales ha podido levantar su imagen golpeada por la competencia conservadora suspendiendo a ex ministros de su gabinete y a tres diputados. El ex ministro de Defensa y de Transportes Geoff Hoon, el de Sanidad e Industria Patricia Hewitt y el de Transportes Stephen Byers cayeron en la trampa tendida por periodistas de diarios y de la televisión que se hicieron pasar por empresarios norteamericanos, dispuestos a pagar influencias en la administración inglesa, para hacer buenos negocios.
Al margen de la polémica sobre si esos métodos periodísticos son válidos o no, reconocidos o vapuleados, lo único sobresaliente es que la corrupción mostró todo su rostro y sin vergüenza alguna. Se supo que algunos legisladores de la isla cobraban por gestiones de lobbistas con figuras decisivas de la administración oficial.
Tres ejecutivos de la filial inglesa de la compañía francesa Alstom (la misma que en la Argentina apostó a postularse para el tren de alta velocidad) fueron detenidos en Londres acusados de sobornos, falsificaciones contables, pago de comisiones para conseguir contratos. Alemania, que ha pasado por esas peripecias, ya aprobó una Ley Anticorrupción, una norma que seguiría Gran Bretaña. En Estados Unidos se investigó el año pasado a más de 130 compañías nacionales y extranjeras. Entre las últimas, una compañía contratista militar inglesa fue encontrada culpable de abonar sobornos y falsificar documentos. El mismo método cuestionado ha sido usado por empresas norteamericanas en España. En la Argentina hay más impunidad porque se carece de una red de protección legal y judicial sólida para llegar hasta la última instancia en los casos dramáticos de corrupción.
Toda esta secuencia se está dando en tiempos de zozobra económica, y en especial en Europa, donde Alemania y Francia avizoran mayores dificultades que las conocidas. Es que los “grandes” del Viejo Continente no se ponen de acuerdo ni en los parámetros de austeridad, ni en los límites de lo que debe considerarse como “desequilibrios”, el nivel de los salarios, el deterioro de la competitividad, la fortaleza o debilidad del euro, la posibilidad de “default” de alguno de los miembros de la Unión Monetaria, sobre el mundo del consumo y la mejor situación que gozan unos sobre los sacrificios de los otros.
*Periodista especializado en Economía.