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Asuntos internos

La industria de los libros falsos

16-4-2023-Logo Perfil
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Ningún resquemor con los libros de utilería, ningún prejuicio: no son libros, es cierto, pero son bellos y tienen utilidades precisas y benéficas: suelen servir para descorar, pero también para esconder. El arco de lo que pueden esconder es amplio, puede ser desde imperfecciones en la pared hasta puertas ocultas que llevan a sótanos secretos y cajas fuertes. Son recursos a los que suele apelar la gente rica, pero también las bibliotecas públicas. Por ejemplo la Biblioteca Tianjin Binhai, que se encuentra en la ciudad de Tianjin, en el norte de China, es una estructura futurista de 3.400 metros cuadrados visitada por miles de personas todos los días, pero tiene algunos detalles que hacen que los visitantes se escandalicen: muchos de los libros expuestos en los estantes más lejanos en realidad están pintados sobre placas de aluminio. Naturalmente a nadie se le ocurre protestar, pero disimuladamente los señalan con el dedo, hacen una mueca de asco y vuelven a sumergirse en el libro que están leyendo. Pero contra lo que se cree, los libros falsos no son algo nuevo.

Ya en el siglo XIX el poeta y humorista británico Thomas Hood tenía estantes enteros llenos de libros ornamentales. En una carta de 1851, Charles Dickens le pedía a su encuadernador, Thomas Robert Eeles, que le hiciera una serie de libros falsos para decorar la casa en que vivía con su familia. Con la salvedad de que los títulos eran inventados por el propio Dickens, que incluso se preocupaba por determinar la cantidad de tomos que debía tener cada obra. Por ejemplo, uno llamado Cinco minutos en China debía tener tres tomos.

Se considera a Dickens uno de los primeros escritores en reclamar derechos de autor por sus obras y luchar por ellos. Y si sobrevive algo así, ¿por qué deberíamos escandalizarnos por la existencia de los libros ornamentales, que si bien no son una invención de Dickens está probado que eran de su agrado? (En realidad, Dickens tampoco inventó los derechos de autor, y eran de su agrado también. Volviendo a hacer la pregunta: ¿por qué no deberían agradarnos aquellas cosas que agradaban a Dickens?).

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En abril salió un artículo en el New York Times de la periodista Anna Kodé dedicado a los libros falsos, una industria que en los Estados Unidos tiene exponentes de lo más variados. Están los que venden libros por metro, que no entran perfectamente en la categoría de libros falsos porque en realidad son libros verdaderos, aunque nunca nadie vaya a abrirlos para ver qué contienen. Están los que se dedican exclusivamente a pintar lomos de libros en planchas de madera para decorar los interiores de los yates, algo muy útil, como comprenderá cualquiera que alguna vez haya viajado en barco, para cuando el tiempo se pone feo. Otro se dedica a recolectar los libros que la gente desecha para pintarlos y crear paletas de colores a gusto del cliente, también a la venta por metro. Por extraño que parezca, durante la pandemia la demanda de este tipo de producto creció considerablemente para cubrir las espaldas del cliente durante las videoconferencias.  

Una empresa británica, la DecBooks, proveyó veinte mil libros falsos a Netflix para una producción. La misma empresa llenó toda la biblioteca de la One Whitehall Place, una prestigiosa y majestuosa sala de recepción londinense, con treinta y cinco mil libros falsos. Al parecer incluso los verdaderos lectores, es decir los que pueden permitírselo, recurren a los libros falsos para llenar los estantes más altos, aquellos a los que nunca se accede y que solo sirven para juntar polvo, porque los estantes vacíos no quedan bien y son deprimentes.

Yo mismo soy el feliz poseedor de un libro de mentira. No diré cuál es, por claras y obvias cuestiones de seguridad, pero es un libro hermoso, y dentro contiene una pequeña caja fuerte donde guardo mis tesoros: el pasaporte y alguna chuchería.