“Comencé muy alto y he sabido labrar mi propia decadencia.”
Orson Welles (1915-1985); actor, director, guionista, productor. Genio.
Unitarios o Federales. Braden o Perón. Gatica o Prada. Florida o Boedo. Laica o Libre. Reforma o revolución. Liberación o dependencia. Privada o estatal. Sarli o Leblanc. Tita o Rhodesia. ¡Menotti o Bilardo!
Por absurdo que parezca, pocas dicotomías nativas duraron tanto y dividieron tan apasionadamente las aguas de la patria como estos estilos opuestos para encarar el juego y la vida. Incondicionales, los admiradores de los dos únicos entrenadores que levantaron una Copa del Mundo han logrado el milagro de mantener viva esta furiosa dialéctica durante cuatro generaciones. Ni el cruel paso del tiempo, ni los fracasos después de tanta gloria habían logrado quebrarlos. Hasta ahora, claro.
Este curioso cargo de mánager por el que ambos transitaron –importado de la rica Europa– es al fútbol argentino lo que el Senado a los viejos políticos que, ya pasado su cuarto de hora, intentan mantenerse a flote en las brumosas aguas del poder. Un lugar seguro donde hacer la plancha. Pero nada es tan fácil en el viscoso ambiente de la pelotita. Como históricamente ha sucedido con nuestra economía, allí todo falla si puede fallar… y si no, también.
A Menotti lo dejó expuesto el fracaso total del proyecto que ideó para Independiente, que eyectó de su cargo al primario pero efectivo Tolo Gallego e impulsó a Dany Garnero, un chico con más ganas que espaldas para sostener un equipo a la deriva. A Bilardo lo aniquiló su incalificable genuflexión al lado –¿al lado?– de Maradona. Confuso, contradictorio, temeroso, su imagen quedó reducida a menos que cero y así sigue, obnubilado con un poder que, se ve, ni siquiera puede sostener. No hubo fusible que los salvara del incendio.
César Luis Menotti, tan PC, arrastra en su historia la dura contradicción de su “apoyo crítico” durante el Proceso. Es paradójico y sin duda cruel para un hombre de izquierda ser estigmatizado como “el director técnico del Proceso”, pero eso pasó: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. Sus idas y vueltas incluyen la ceremonia de coronación con Videla, su firma en una solicitada de 1979 que reclamaba por los desaparecidos, su crítica al agónico gobierno militar en 1982 y el astuto “abrazo del oso” posterior de Galtieri. De todo, como en botica. De regreso al llano, hubo algunas copas ganadas en Barcelona con Maradona, mucho ruido… y pocas nueces. Escucharlo hablar siempre es un placer, aunque su tolerancia a la crítica no es la mayor de sus virtudes. En ellas, oh no, suele intuir la maliciosa influencia del enemigo resultadista. Incomodidades de la guerra permanente.
Si es cierto que existe una estética menottiana con la que me siento cómodo y una bilardista que me llena de pavor o perplejidad, confieso que la eficiencia técnica del obsesivo doctor siempre me ha parecido admirable. Cuando decretó la muerte de los wines y armó sus defensas con líbero y stopper, por ejemplo, fue tan incomprendido como Beethoven después de su Grosse Fugue, y que Dios me perdone por la comparación. Bilardo no fue un genio, pero sí un predicador irrenunciable. Un cruzado del dogma que heredó de su maestro, Osvaldo Zubeldía. Su cabeza es, literalmente, una pelota de fútbol. Nada existe fuera de eso. Ni siquiera él.
¿Hay alguna frase del hoy balbuceante Bilardo que sea capaz de definir su esencia? Sí, una de su viejo libro Así ganamos, garabateado en agosto de 1986, en plena euforia: “Creo en un fútbol ganador; una manera de jugar que no necesite justificativos porque estos están dados por los resultados”. ¿Qué tal? Un Bilardo auténtico, en estado puro. ¿Qué opino de su manera de pensar? Seré brutalmente sincero: si la idea es ganar sin reparar en la forma, ya no hay dialéctica, ni juego, ni sistema: sólo salvados y excluidos. Pasa en el fútbol y pasa en la vida, muchachos. Y no me gusta.
Los dos se amaron y se odiaron con Maradona, como casi todos. Menotti lo descartó en 1978 y lo tuvo a los 22, en España: fue un fracaso. Bilardo se ató a él, en lo bueno y más que nada en lo malo. Hoy, superada esa Santísima Trinidad futbolera, solo queda el show, el espectáculo como prioridad y único valor. Sobre cualquier idea, el brillo. El oropel del vencedor. Como le sugirió a Stallone su dulce novia Adriane, que la tenía re clara: “Win Rocky, ¡win!” Después del Oscar, vemos.
Uno pontifica, el otro balbucea. Uno lee, el otro baila. Uno piensa, el otro planifica. Los dos viven encapsulados en la verdad que les alquiló el Poder. No simpatizo con ninguno, lo confieso, pero reconozco en ellos la huella de un país que, al menos, se atrevía a discutir ideas, o algo así. Gente ilusa batallando por lo intangible, lo abstracto. Nada que pueda comprarse en cómodas cuotas ni ser regalado por Ricardo Fort.
Menotti y Bilardo, los ex. Un par de desaforados que todavía se odian por culpa de una idea, de un estilo, de una manera de ser o sentir la vida. Si me disculpan, y en estos tiempos de máxima crueldad… lo más parecido al amor.