La libertad de expresión y, dentro de ella, la libertad de prensa (reconocida en los artículos 14 y 32 de la Constitución Nacional y en el artículo 13 de la Convención Americana de los Derechos Humanos) no solo hace a la esencia y dignidad de los ciudadanos, sino que cumple un papel fundamental en la vida democrática de un país, constituyéndose en un pilar basal del Estado de derecho.
Al punto tal esto es así que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha llegado a expresar: “… sin ella, la democracia sería una democracia nominal, desmembrada o meramente formal”. Lo que necesitamos, como sociedad, es el debate robusto de ideas, a partir de los argumentos y no de las descalificaciones. La Corte ha definido, por su rol institucional trascendental a la prensa, dentro de las libertades que consagra la Constitución Nacional, como una libertad preferida.
Fomentar la libertad respetuosa de expresión y la libertad responsable de prensa, además de ser un derecho constitucional esencial, representa un valor estratégico para el correcto y normal funcionamiento del sistema democrático, ya que permite: la libre expresión de los ciudadanos sobre los asuntos de interés público, el fomento de la divulgación y pluralidad de ideas, el debate de propuestas y la conformación de la opinión pública, el derecho a informarse, el control de los actos de gobierno, fomenta la crítica constructiva, el derecho a réplica y, en definitiva, los pronunciamientos fundados, llegado el momento de las elecciones, del cuerpo social.
Atacar a los periodistas y a los editores desde el Poder Ejecutivo Nacional, expresar que todo el ámbito periodístico es proclive a recibir “sobres”, decir que el periodismo actúa “corporativamente” (no cabe imaginarse que piensen y publiquen lo mismo Barcelona que La Nación) o calificar a la noble tarea periodística como una organización cuasi delictual es, por decir lo menos, antiliberal.
En un pequeño libro que ya tiene sus años, pero que no ha perdido actualidad, Derecho a la información (1996), el estimado Dr. Miguel Ángel Ekmekdjian, al definir al derecho a la expresión pública de ideas u opiniones –que alcanza tanto a periodistas, editores, políticos o ciudadanos de a pie–, expresaba: “Consiste en la facultad de transmitir a los demás hombres, el pensamiento propio mediante cualquier forma de comunicación ya sea escrita, oral, por signos, por televisión, cine, etcétera”.
John Bagnell Bury –autor a que seguramente el presidente, que se dice liberal, habrá leído–, en su obra Historia de la libertad de pensamiento, citando a J. S. Mill, y en defensa férrea de la libertad de opinión, hace propias las palabras de este: “Hay una grandísima diferencia entre suponer que una opinión es verdadera, porque con todas las oportunidades para discutirla no ha sido refutada, y dar su verdad por supuesta con el propósito de no permitir su refutación”.
Sin libertad de expresión no hay libertad posible. La historia del hombre vinculada con la libertad de expresión equivale, sin dudas, a la historia de los medios técnicos que utiliza para expresarse. La creciente cantidad e intensidad de informaciones a las que el hombre actual está expuesto, mediante el uso de las nuevas tecnologías, demanda más y no menos libertad y tolerancia.
Considerando el interés público comprometido, sobre todo desde quienes más altas responsabilidades estatales tienen, debe fomentarse una mayor libertad de expresión en general y mayor libertad de prensa en particular, para mejorar el “mercado” de ideas, fomentar la pluralidad de voces y transparentar el accionar gubernamental. Solo así, y con la noble e indispensable función de periodistas y editores, podremos aspirar a una mejor democracia.
*/**Abogados.