En una entrevista de 1958, Ernest Hemingway postuló que “todo aquel escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas.(…) El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido”. Henry Miller decía que “no se puede ser un buen escritor si no se tiene al lado un buen detector de mierda”, para concluir con un “el mío, felizmente, funcionó”.
El primer escritor que me viene a la mente cuyo detector de mierda un buen día se descompuso es Adolfo Bioy Casares. No importa si lo descompuso la vejez o la enfermedad, se trata de una rotura imperdonable. Pero tampoco es el único. Hay algunos a los que el detector de mierda un buen día se les rompe y no hay nadie que los quiera lo suficiente como para hacérselos saber. Cuanto más prestigioso es un escritor, más se rodea de inservibles chupamedias. A falta de amigos ésa debería ser también la misión del editor, pero a falta de editores que puedan leer con suficiente desapego, esa tarea recae en el escritor mismo. A veces no es la vejez ni la enfermedad, sino el auténtico mal gusto o la carencia total de gusto lo que lleva a un escritor a publicar cosas que ni siquiera parecen haber sido escritas. En muchos casos parecen bosquejos de novelas, bosquejos de poemas, bosquejos de bosquejos. Se supone que en cada caso particular la culpa es de alguien distinto, pero tratándose de un escritor joven y sano siempre la culpa es solamente suya.
Otro a quien a fines del siglo XIX no le funcionaba la máquina de detectar mierda fue Pascal Grousset. Grousset había escrito una novela muy verniana y se la había enviado al editor de Julio Verne, Jules Hetzel. La novela se llamaba La herencia Langevol. Hetzel la consideró impublicable, pero como había encontrado en ella algunos puntos dignos le propuso a Grousset pagarle por su novela impublicable y dejar que la reescribiera Verne. Naturalmente Grousset se negó de lleno. Hay un intercambio epistolar muy interesante entre Hetzel y Grousset en el que Hetzel, con suma delicadeza, le explica a Grousset la larga serie de beneficios de su propuesta. Julio Verne, por su parte, que en esos momentos se encontraba escribiendo Las tribulaciones de un chino en China, se mantiene fuera de ese intercambio. Hasta que en determinado momento, dado que Grousset no da señales de querer cambiar de postura, interviene. La carta que le escribe Verne es respetuosa, pero demoledora. Es larga y no la tengo a mano, pero si quieren leerla la van a encontrar en el prólogo del español Miguel Salabert a la edición de Alianza de Los quinientos millones de la Begún, el nombre que Verne le puso a la novela de Grousset que él reescribió. Los argumentos de Verne son tan impecables y despiadados que deberían leerlos para entender los términos en los que alguien debe dirigirse a un amigo para decirle que lo que quiere publicar no debe publicarse. Búsquenla y léanla. Es una de esas cosas que uno debería hacer por los amigos.