Todos los mediodías, antes de salir para el jardín, mi hija Ana ve El Zorro. Yo también. No veía esa serie desde que era muy chico y me sorprendió lo atrapante que sigue siendo. Fue filmada en los estudios Walt Disney, y Guy Williams, su estrella, creo, terminó muriendo en un circo porteño, como una mala caricatura de ese genial Zorro. Pero acá está en blanco y negro, hermoso y vestido como un mariachi. Me gustaría alguna vez vestirme así, pienso al lado de mi hija, que mira hipnotizada cómo el Zorro salta de unos balcones y se escapa en su caballo blanco o en su caballo negro, según el capítulo. Ahí están el Sargento García y el Cabo Reyes, dos losers de comedia que van a cruzar la frontera americana –El Zorro sucede en California–, pernoctarán en México y van a llegar a la televisión argentina convertidos, vía la pluma de Chespirito, en el Señor Barriga y Don Ramón. Y Bernardo, el mayordomo sordomudo que en un concurso de dígalo con mímica podría ser el Messi indiscutido ya que, por señas, habla mejor y más rápido que nadie. Pero no sólo me gusta el Zorro, sino que me emociona. ¿Por qué? Busco en mi memoria y me acuerdo de Ricardo Cerqueiro, un gran amigo al que todos llamábamos Circo. Ahora él vive en Japón y no lo veo hace muchísimo, pero nunca dejo de recordarlo. Lo conocí a finales de los 80 y fue una persona muy importante para mí. En invierno llevaba el sobretodo negro de rigor, zapatones oscuros y su rostro era parecido al de Albert Camus, un Camus de barrio y juvenil. Me acuerdo que una vez Circo me prestó plata. Y otra vez me regaló un traje de invierno que usé hasta gastarlo. Circo estudiaba teatro y solía imitar al que fuera con su voz. Un día le recitó a Juan Gelman un poema exactamente con la voz de Pucho que tenía nuestro vate y Gelman le dijo: “Vos sos mejor que Gelman”. El padre de Circo pensaba que su hijo era un desastre, lo veía afeminado, ladrón, peligroso. Sus peleas eran memorables. Y por eso pienso en el Zorro, en ese glorioso capítulo doble donde Alejandro de la Vega –el padre de Don Diego, el Zorro– descubre que su hijo, al que considera un pusilánime y un cobarde, era, finalmente, el Zorro. Qué placer estético intenso me dio ver, de chico, ese capítulo. Alejandro, como el padre de Circo y muchos otros, estaban equivocados. Esta equivocación la viví muchas veces más a lo largo de los años. Lo decía Goethe: lo cercano se aleja.