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La muerte chiquita

Fui a una escuela. Bueno, no nos confundamos, fui a una escuela cuando era chica, pero es que hoy a la mañana también fui, invitada a una escuela a hablar con los chicos de sexto y séptimo grado. Me encanta ir a las escuelas y hablar con los chicos. A las secundarias ya es más problemático porque con los adolescentes ya se sabe: te miran desde allá arriba de su inmensa sabiduría y se esfuerzan en ser despreciativos y/o indiferentes. Y me rompen la paciencia.

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Fui a una escuela. Bueno, no nos confundamos, fui a una escuela cuando era chica, pero es que hoy a la mañana también fui, invitada a una escuela a hablar con los chicos de sexto y séptimo grado. Me encanta ir a las escuelas y hablar con los chicos. A las secundarias ya es más problemático porque con los adolescentes ya se sabe: te miran desde allá arriba de su inmensa sabiduría y se esfuerzan en ser despreciativos y/o indiferentes. Y me rompen la paciencia. Los chicos más chicos no: van y te preguntan cosas básicas y cuando sienten que han agotado el tema por-qué-escribe se dedican a averiguar otras cosas básicas, pero esta vez personales. De qué signo sos por ejemplo, y si sos canaya o leprosa. Se armó una gritería cuando dije: “Yo, canaya”, porque la escuela queda cerca del Gigante de Arroyito. Tuve que explicar, para ser ecuánime, que en mi familia tengo tanta gente de la canaya como de la lepra, y ahí se volvió a armar el griterío para averiguar cómo nos llevábamos los unos con los otros. No pude decirles la verdad, eso de que a nosotros, salvo a uno de los nietos mayores, el fútbol mucho no nos interesa, pero me las arreglé para no ofender al auriazul ni al rojinegro. Conseguido lo cual pasamos al destino. Sí, señoras y señores, al Destino, con mayúscula si ustedes quieren. Todo empezó con qué-le-hubiera-gustado-ser-a-usted-si-no-hubiera-sido-escritora. Ay, voy a pasar por encima de mis respuestas, que, debo confesar, muy ingeniosas no fueron. Pero lo interesante es lo que les gustaría llegar a ser a los críos esos que tenía sentados delante de mí en el suelo del patio. Una de las maestras que, de vez en cuando, se las ingeniaba para atizar el fuego sagrado del interés por la lectura, preguntó si a alguna de las chicas, alguno de los chicos, quería escribir profesionalmente, como yo. Nadie se animó a levantar la mano. En fin, puede ser que alguien haya soñado durante unos minutos en escribir novelas. Pero lo dudo. No sé explicar por qué y mucho no me importa, porque a mí las explicaciones me calzan mal y me hacen doler las sienes, los codos y los epiplones. Pero pensé en el destino de todos y cada uno y cada una de quienes me miraban desde allá abajo y me corrió un frío por la espalda. La muerte chiquita le dicen. Y con razón