Hubo un tiempo en que los suplementos y los concursos literarios eran algo así como los árbitros de la competencia literaria. Las reseñas y los premios ayudaban a los lectores a orientarse en la selva de los libros publicados, llenos de garras, peligros y venenos. Es decir, ayudaban a distinguir entre las manipulaciones de marketing y las obras que tenían un verdadero valor. En otras palabras: construir pistas de aterrizaje en medio de esa selva para que aterrizaran la calidad, la originalidad y la autenticidad.
Naturalmente, hoy no cumplen con este cometido –siempre hay excepciones, algunos lo cumplen con conciencia y dedicación, pero el balance general decreta la quiebra–. Es algo que se puede afirmar con seguridad porque son los mismos lectores los que confiesan no recurrir a la ayuda de los diarios y premios a la hora de decidir sus lecturas; entre los motivos que llevan a un lector a un libro figuran antes otras cosas: el boca a boca, el consejo de un amigo, la sugerencia de un librero, el título, el capricho personal...
Con certeza, podría asegurarse que las reseñas son leídas, como mucho, por una docena de personas –entre ellas el autor, naturalmente, a veces el editor, amigos y parientes–, y soy generoso. Una reseña literaria llena de elogios apenas es capaz de producir una docena de ejemplares vendidos, señal de la escasa influencia que tiene en la decisión de lectura –eso suponiendo que haya sido leída–. Todo lo cual explicaría el escaso interés que tienen las editoriales en que sus libros salgan reseñados, y la razón por la que cada vez llegan menos libros a los diarios. En todo caso, se intenta calmar la ansiedad del autor, que sin la existencia de la reseña siente que su obra no está siendo tomada en consideración y carace de interés hasta para su propio editor, pero lo cierto es que la aparición de una reseña favorable no garantiza nada en términos de venta. ¿Para qué entonces invertir en publicidad suplementos literarios? ¿Para qué movilizar periodistas, escritores, ensayistas, para que llenen páginas y páginas que solo pocas personas van a leer?
Apuntar al nicho de los lectores autorreferenciales –los que leen los suplementos buscando referencia a sí mismos o a sus conocidos– en vez de al amplio público lector naturalmente es más fácil. Lo difícil sería conseguir lectores profesionales amantes de la yugular que escriban reseñas autorizadas y objetivas que los lectores amen leer, no reseñas dirigidas a quienes, a pesar de que aman leer, a veces les cuesta mucho decodificar la reseña y, sobre todo, fiarse de quien la escribe. Pero nadie parece querer tomarse ese trabajo, porque con razón dicen: “¿Para qué?”, o más precisamente: “¿Para quién?”.
Hace poco, Luis Chitarroni me confesaba que en su larga carrera editorial, de más de cuarenta años, tal vez cuatro o cinco periodistas habían alguna vez tomado el teléfono o atravesado el umbral de su oficina para entender el porqué de determiandas elecciones, para indagar qué había detrás de una línea y un proyecto editorial. Me decía que siempre le había sorprendido esa total ausencia de curiosidad.
Y ni que hablar del conformismo de tantas redacciones de diarios. Chitarroni me decía que nunca le había tocado asistir a la escena de un editor de una página cultural pidiendo que arrojara luz sobre un autor completamente desconocido antes de asignarle la reseña a un colaborador. Es cierto, hoy esa información se encuentra en Google, pero entonces es peor, porque indica que desde hace veinte años la cosa no cambió demasiado.