El martes pasado, a los 87 años, murió Elmore Leonard. Pocos días antes yo había escrito una columna acerca de la máquina de detectar mierda que todo buen escritor posee, y Leonard, si en algo se caracterizó, fue en llevar su detector de mierda al grado de obsesión de estilo. Sus libros son maravillosos, y sin embargo, o precisamente por eso, no hay una página suya que pueda ser leída con la intención de dar cuenta de su virtuosismo. Es un privilegio del que por lo general carecen los grandes escritores, que saben espolvorear el orégano en la pizza y se vanaglorian de ello. Es sabido que Leonard solía tirar a la basura aquello que escribía y le sonaba a “literatura”. Sus personajes simplemente “dicen”; nunca “espetan”, nunca “replican”, nunca “añaden”, sólo dicen. Es algo difícil de apreciar en las vomitivas traducciones españolas de sus libros que nos toca leer.
Y sin embargo los grandes escritores pueden resistir cualquier cosa, cualquier calamidad. Algo de Leonard siempre queda intacto, aun cuando haya sido pésimamente traducido. Killshot, por ejemplo, es una novela ejemplar en ese sentido. Se tradujo con el título Persecución implacable, y allí Leonard consigue algo que sobrevive: el humor leve, levísimo, que como una infección benéfica afecta a cada página. Me resulta difícil explicarlo, pero voy a intentarlo. Lo que Leonard narra en esa novela es un drama, las cosas que ocurren son tristes (marido y mujer se ven involucrados en un hecho delictivo protagonizado por dos sujetos que se obstinan en darles una lección y los persiguen incansablemente) y, sin embargo, uno no deja de sonreír. Insisto en que es difícil de explicar y que lo estoy intentando del mejor modo, pero la cosa es así: Leonard narra cosas duras, sin embargo los personajes tienen una gracia, suelen decir cosas tan graciosas, cuando hablan describen situaciones tan desopilantes, que uno se siente leyendo una comedia. No se trata de las observaciones que hace el narrador, porque el narrador de Leonard no existe, pero la novela fue llevada al cine y la película carece de ese efecto, ese baño de humor perpetuo.
Decía que el narrador de Leonard no existe y tengo razón. Eso se conecta con lo que decía al principio, y es que Leonard no trata de hacerle saber al lector que lo que tiene entre manos es un libro escrito por un buen escritor. Su maestría reside allí: nadie narra, es como si los personajes y las situaciones se desenvolvieran a pesar de su autor, que simplemente toma nota de lo que ve y oye, pero no hace jamás una observación omnisciente. Si algo debe decirse, lo dice un personaje.
Leonard explicó una vez cómo construía sus personajes. Es cierto que cada uno de ellos tiene un carisma específico, y eso llevó a que alguien le preguntara en qué consistía el truco. La respuesta fue de una autenticidad abrumadora: dijo que él se preocupaba por saber qué desayunaban sus personajes, si les gustaba cocinar o comprar ropa, si les gustaba leer, y que cuando sabía absolutamente todo de ellos, todo, lo único que hacía era sentarse y verlos moverse y escucharlos. Que sirva de lección a los constructores de personajes.