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La mujer detrás del muro

Hay un subgénero de la ciencia ficción que tiene pocos ejemplos citables: hay un apocalipsis, un mundo que muere, y un solo sobreviviente que trata de entender lo sucedido y que, cuando lo entiende, no se resigna a vivir en completa soledad y emprende la búsqueda de otros (al menos otro) sobrevivientes. La nube púrpura, de M.P. Shiel, Dissipatio H.G., de Guido Morselli (felizmente fue traducida por Diego Bigongiari hace muy poco para Edhasa), Espejos negros, de Arno Schmidt, El hombre aparece en el Holoceno, de Max Frisch, y El muro, de Marlen Haushofer. La lista no es cronológica, solo quería dejar a Marlen Haushofer para el final.

Marlen era austríaca, nació en 1920 y murió en 1970, un mes antes de cumplir los 50 años. Su nombre era Marie Helene Frauendorfer, pero adoptó el Haushofer después de casarse con el odontólogo Manfred Haushofer, con quien tuvo una relación llena de encuentros y desencuentros, como cualquier relación: se separó del odontólgo en 1950 pero volvieron a unirse en 1957. No hay mucho más que contar de su vida, carente de aventuras y pormenores citables. Escribió mucho, antes y después de El muro, novelas, relatos y guiones radiofónicos, pero esa sigue siendo su obra más famosa. Un puñado de vida, Nosotros matamos a Stella, El quinto año y La puerta secreta fueron publicadas en España por Siruela; hace poco otro sello español, Contraseña, publicó La buhardilla.Como suele ocurrir con las traducciones, han aparecido variantes: El muro fue retraducido y republicado como La pared, y no faltará el que retraduzca y le asigne a La buhardilla (Die Mansarde) el nombre que se merece: La mansarda.

La historia de El muro es de una sencillez escalofriante. La narradora es invitada por una pareja amiga a pasar un fin de semana en una casa de campo, y una noche la pareja decide bajar al pueblo a cenar en un restaurante. Ella queda sola, acompañada solo por algunos animales de la granja: gatos, perros, terneros y una vaca. Como la pareja amiga no regresa, ella decide ir a buscarlos, pero descubre una pared invisible que la separa del mundo, una pared que no puede atravesar ni romper, detrás de la cual todo ha quedado inmóvil, petrificado: ve gente a la distancia que parece congelada en la última acción banal que estaba realizando: recogiendo agua, manejando un tractor...

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La novela narra entonces su vida protegida, si se puede usar esa palabra, por el muro invisible. Un día encuentra a un invasor, y ella lo asesina. Y sin embargo, pese a lo que puede dar a entender este resumen, se trata de una historia optimista: la protagonista, autora del informe que leemos, abraza resignadamente su condición y su compañía animal, y parece entender que tal vez lo que está viviendo no es lo peor que podría haberle pasado. Además, nadie está solo teniendo un gato o un perro.

Es rara la suerte de Marlen Haushofer, la misma de otra austríaca, Ingeborg Bachmann, a quien por alguna razón no se le rinde el tributo que se merece. O tal vez es un error pensar así y ninguna de las dos es merecedora de ningún tributo. Podría ser. Pero sé con certeza que la lectura de El muro, en el panorama general, y austríaco en particular, actual, aportaría algo, al punto de hacer torcer el camino, doblar la esquina, cambiar de tema.

Marlen Haushofer es demasiado cerebral, como Clarice Lispector, como Fleur Jaeggy. El mundo fluye, la gente va y viene, pero es la mente de la narradora la que no puede poner freno. No es el fluir de la conciencia, algo viejo: es la inteligencia en estado puro, una demostración de virtuosismo en el hilado de los pensamientos, en el encabalgamiento de los silogismos. Es como si Marlen no tuviera nada que decir y creara personajes solo para que se expresen, para no haber pasado por el mundo sin darles la oportunidad de hablar a lo que no existe.