Al que considera que Jorge Lanata es el héroe de los develamientos políticos argentinos nadie le impedirá pensar en sus urticantes denuncias, y hasta conversar sobre las ollas que destapa, mientras mira los goles que se pierden Santiago Silva enceguecido o Funes Mori desesperado. Si así piensa y está convencido, el fútbol no lo distraerá, aun cuando no vaya a perderse ni un partido.
Al que cree, por el contrario, que las denuncias de Jorge Lanata no pasan del fuego de artificio, que el piso de conjeturas y verbos en potencial en que se apoyan les quita fundamento genuino, podrá verse expuesto a horas y horas de PPT, y de eso no derivará más que la multiplicación de los ejemplos que prueben sus presunciones.
Por ende, a mi entender, si hay alguien que de veras razonó que convenía televisar en Canal 7 a Boca o a River a la hora en que El Trece televisa a Jorge Lanata, no entendió el efecto Lanata ni entendió el efecto del fútbol. Lanata ya alcanzó desde hace un tiempo el estatuto de tema de conversación, una cosa de la que la gente habla; no es cuestión, por lo tanto, de encimársele en la grilla, sino de someter a examen (y si cabe, en el mejor de los casos, refutar) las pruebas que él presenta o la retórica que ejerce.
Más extraña, en todo caso, es la idea que al parecer se tiene del fútbol. Porque la teoría de que el fútbol es de por sí enajenante, que sirve para desviar la atención, que es útil para abombar a la gente, suele esgrimirse desde sectores que atacan todo populismo, o bien, sin el “ismo”, que atacan lo que es popular. Es más raro que desde un campo que se dice popular se suponga que el fútbol distrae, y que se apele entonces a él para tapar un asunto que incordia. Si es eso lo que sucedió, el debate es por lo menos doble. No solamente si hay verdad o no hay verdad en las cosas que dice Lanata, sino también qué es lo que dicen cuando dicen “popular”.