Bennie recordaba a su mentor, Lou Kline, diciéndole en los 90 que el rock había llegado a su epígono con el Monterrey Pop. Estaban en la casa de Lou en Los Angeles, con sus cascadas y las muchachas hermosas que Lou siempre tenía cerca y su colección de autos al frente, y Bennie lo había mirado y había pensado: “Estás acabado; la nostalgia es el final de todo, todo el mundo lo sabe”. En la novela de Jennifer Egan, Bennie se lamenta de su propia nostalgia de cuando producir música era hacer música, era creer en el poder transformador de la música, aunque el poder transformador de la música (o del cine o de la literatura) nunca haya sido tan grande como supusieron sus creadores. Bennie se lamenta de su propia nostalgia condenando la de su mentor. Se lamenta de haber perdido la capacidad de creer en lo que hace.
La política argentina se muere de nostalgia. Se debate en la guerra de las décadas (sesentistas contra noventistas, setentistas contra ochentistas), vela a presidentes muertos envuelta en banderas desteñidas. ¿Qué nombre identificará las décadas del nuevo milenio? Argentina huyó del incendio de la crisis en un auto ensamblado de urgencia por Duhalde a principios de 2002; Néstor tomó la posta sin pasar por el service, pisándolo a fondo e ilusionándose con la velocidad con la que se alejaba del fuego. ¿Cómo llamaremos a estos diez años de tasas chinas y capitalismo de amigos y políticas de hilo y alambre? ¿Kirchnerismo? ¿Duhaldismo tardío, exacerbado, necesitado de un nuevo corazón o de una transfusión de sangre? ¿Panperonismo transgénico?
La política argentina se muere de nostalgia. Busca en el pasado para zafar de un presente en el que, con el motor ahogado, ve cómo le pasa el pelotón que creía liderar. Mira a boxes, convoca a marcha y festival de apoyo, circula manifiestos e insiste con la #decadaganada, el revival noventista o las saudades ferroviarias.
La nostalgia es el fin de la política. ¿Qué hace falta para un recambio de rostros y de ideas? ¿Hay que discutir qué capitalismo queremos como si todavía cursáramos Sociedad y Estado en el CBC? A mí me bastaría un capitalismo que creciera y fondeara la redistribución de ingreso y de la riqueza sin que se la llevaran con pala los amigos. Me bastaría dejar por un rato de historiar las oportunidades perdidas como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, para desandar con algo más concreto que un decálogo de buenas intenciones.
¿Cómo llamaremos a ésta época, la que mañana o en octubre o en treinta meses genere una nueva ilusión? Habrá que ponerle un nombre para salir de la huella en el barro y espantar la nostalgia. Uno que no nos congele en el tiempo, que nos obligue a pensar fuera del cajón de incunables y viejas fotos que nos demora en el desván.
Aristóteles, cuenta Héctor Leis en su Testamento de los años 70, postuló el concepto de philia (amor fraterno) como cemento de la comunidad política. Son pocas las comunidades políticas donde la philia está más ausente que en la argentina, dice Leis; la distinción amigo-enemigo atraviesa toda la vida política, y sus actores tienden a enfatizar el lado enemigo. Políticos facciosos, plagados de mutuas asignaturas pendientes, políticos phobicos.
Propongo un programa abierto y voluntario de deconstrucción ideológica anaeróbica: los nostálgicos salen a la calle y arman su club de la pelea y entre todos, hasta ajustar cuentas con el pasado y después de sacarse las ganas a los golpes, se retiran o se tiran al piso a pensar otra política que sea más que una industria de trabajadores poco calificados capaces de cerrar con cualquiera para no perder el conchabo o una organización de fund raising vendiendo asientos preferenciales a altruistas privados en busca de una terminal para hacer negocios con el Estado. Una política que mire a la gente a los ojos y le pida perdón por Cromañón y Ferreyra y Once y La Plata con lágrimas verdaderas.
*Economista y escritor.