En mayo de 2002 tuve la oportunidad de ver una película de Frederick Wiseman llamada La última carta. Es la versión fílmica de un monólogo teatral en el que una vieja actriz francesa relata un episodio de la Shoah. Nunca había oído hablar del autor del texto, el escritor ruso Vasili Grossman, de quien se tradujo recientemente al castellano su obra maestra Vida y destino. La carta corresponde al capítulo 18 de este libro de más de mil páginas, cuya publicación constituye un verdadero acontecimiento editorial. Comparada a menudo con La guerra y la paz, la novela de Grossman es un fresco sobre la vida en la Unión Soviética durante la Segunda Guerra, y transcurre en múltiples escenarios que incluyen desde el frente de batalla en Stalingrado hasta las prisiones del gulag.
Ese capítulo 18 es la carta que una madre escribe a su hijo poco antes de ser asesinada por los nazis junto con el resto de los judíos de una ciudad ucraniana. En apenas quince páginas, que corresponden a los días previos a la aniquilación, se condensan con una elocuencia feroz y conmovedora la delación y el heroísmo, la ceguera y la lucidez, la indiferencia y la abnegación de gentiles y judíos en esas horas terribles. Vida y destino da la impresión de contarlo todo y de agotar las reservas emocionales del lector desde la mirada de un patriota comunista desencantado con Stalin y con el mundo en general. El libro, terminado en 1960 pero luego prohibido por Kruschev y secuestrado por la KGB, se publicó en Francia en 1980, mientras que Grossman había muerto olvidado en 1964. Robert Chandler, su traductor al inglés, llegó a afirmar: “Sólo en un aspecto, quizás, es Grossman eclipsado por Tolstoi: carece de su habilidad para evocar la riqueza, la plenitud de la vida”.
Tal vez esa plenitud le resultara sospechosa. En la famosa carta –de fuerte contenido autobiográfico, como toda la novela– se lee esta frase misteriosa: “He observado que cuanto más optimistas son las personas, más ruines y egoístas se vuelven”. Y más adelante: “Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste”.
Desde hace un tiempo, me dedico a leer lentamente otra obra monumental y autobiográfica, Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. El tardío descubrimiento de Vida y destino coincidió con el octavo tomo de Una danza..., que también transcurre durante la guerra y se publicó en 1964. Powell está en las antípodas de Grossman: es un conservador británico y no un (ex) marxista ruso, su referencia literaria es Proust en lugar de Tolstoi. Powell es un escritor más moderno cuya narración se inhibe de penetrar en la intimidad de cada personaje, pero hay dos cosas que emparentan fuertemente a ambos escritores: la capacidad de retratar una sociedad observando a cada individuo y la tendencia a sugerir conclusiones sombrías sobre el caleidoscopio humano. El capítulo dos de esa octava parte es un tour de force comparable al capítulo 18 de Grossman. Durante una larga noche de desencuentros bajo las bombas alemanas, una mujer y su marido mueren al mismo tiempo en dos lugares distintos de Londres. Esas muertes banales, aleatorias y demoledoras (el arte de Powell las convierte en un cañonazo sobre el lector) en medio de la grisura y la tristeza de una Inglaterra sitiada, evocan la misma sordidez que descubre Grossman frente al terror planificado. A pesar de que el estilo lleva a un autor a subrayar las emociones y al otro a disimularlas, la hipocresía y la indiferencia frente a los semejantes se hacen tan evidentes en el capitalismo como bajo la forzada colectivización soviética. Es un lugar común de la crítica sostener que la novela del siglo XX no pudo –so pena de anacronismo y falsedad– describir el mundo como sus antecesoras del XIX. Powell y Grossman interpelan al presente de la literatura desde la certidumbre opuesta.