COLUMNISTAS
la mirada DE ROBERTO GARCIA

La oscura inteligencia

Ni con el mejor disfraz de guapo de Balvanera, incluyendo cicatriz en el pómulo, Mauricio Macri sería aceptable en ese rol. Más bien se lo distingue por desconfiado, tímido, retraído, calculador –quizás por su condición de ingeniero–, medroso tal vez.

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Ni con el mejor disfraz de guapo de Balvanera, incluyendo cicatriz en el pómulo, Mauricio Macri sería aceptable en ese rol. Más bien se lo distingue por desconfiado, tímido, retraído, calculador –quizás por su condición de ingeniero–, medroso tal vez. Nunca, por más que ahora enfrente a Aníbal Fernández como un pugilista de barrio, se lo podía imaginar osado, atrevido o aventurero por designar como jefe de Policía Metropolitana al ex comisario Jorge “Fino” Palacios. Por el contrario, evaluó sus óptimos antecedentes, privilegió el agradecimiento por haberlo salvado del sonado secuestro que padeció, las condecoraciones recibidas, también el reconocimiento que Palacios recolectaba en el ámbito empresario y, especialmente, el carácter de policía preferido que le había reservado en más de una oportunidad la embajada de los Estados Unidos. Precavido como es, a pesar de estos datos, Macri igual tomó dos salvaguardas por lo menos:

1. Como lo habían vinculado a Palacios con el atentado a la AMIA –por una desgrabación de otra época–, seguramente preguntó en las organizaciones israelitas si éstas se iban a oponer a la designación de éste como jefe de la aún nonata Policía Metropolitana. Parece que hubo consentimiento implícito, aunque nadie se comprometió a saludar con banda musical esa llegada.

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2. Debido a esa dificultad judicial que arrastraba Palacios, el jefe de Gobierno también ordenó investigar el estado de la causa en la que estaba involucrado y, según mentas, sus expertos –recordar que tiene a un ex juez como secretario de Seguridad– le aseguraron que no había elementos para su condena o procesamiento.

Sin embargo, desde que instaló a Palacios, la oposición se le montó encima a Macri, algún sector de la comunidad judía cuestionó al flamante funcionario y la Justicia le impuso un procesamiento. Por si no alcanzaba, en el medio de ese proceso de repente se descubrió que el ahora detenido en Marcos Paz había cometido otros pecados que nadie imaginaba antes de su aparición pública. Hubo, entonces, un doble error del Macri desconfiado, tímido, retraído, calculador –quizás por su condición de ingeniero–, medroso tal vez. Se le debe añadir, por lo menos, la condición de cándido político.

Y una tercera falla: ni el jefe de Gobierno, se supone, había advertido el nuevo perfil psicológico de Palacios, quien incursionaba escuchando la vida de terceros y se prometía venganza –cual Gustavo Béliz– de quienes, según él, lo acosaban y perseguían desde hace años (la SIDE, el gobierno Kirchner). Si Béliz terminó expatriado, él en un pabellón especial. Al mismo tiempo de este raid, propiciaba el adecentamiento desde su cargo metropolitano de la propia Policía Federal a la que supo pertenecer, creyendo que por comparación administrativa desmontaría negocios y anomalías de esa institución que lo despidiera por el caso AMIA, arrastrando en aquella salida a por lo menos medio centenar de policías cercanos a su figura. Hombre de empresas aguerridas, por lo visto, aunque flojito de instrumentos para emprenderlas.

Te escucho

Al margen del ajetreo político que se incrementará en estos días entre los dos gobiernos, con pedidos de renuncias, posible imputación de asociación ilícita para Palacios (lo que implica seguir preso) con otras personas, más procesamientos y testigos a convocar, dimisiones en la gestión Macri, cambios inevitables en la Federal, y hasta quizás en la propia área de Seguridad del Gobierno nacional, quedan una multitud de preguntas que nadie formula y menos, claro, son respondidas. A saber, entre otras: ¿sólo el oficial Ciro James, proveniente de la Federal, colaboraba con el destituido responsable de la Metropolitana en las escuchas a personajes como Sergio Burstein (uno de los reclamantes por las víctimas del atentado a la AMIA y en franca disputa con Palacios), el empresario Carlos Avila y el cuñado de Mauricio Macri? ¿No hay más policías en la nómina, a quién representan, para quién trabajaban, realmente? Ni una palabra al respecto del ya controvertido juez Norberto Oyarbide, de quien proliferan versiones sobre almuerzos en quintas con altos funcionarios –o no tan altos de estatura– y otros enviados de la oposición (no falta recordar que Oyarbide, por la trascendencia de este proceso, casi ha debido sepultar en su despacho otros episodios resonantes, de los medicamentos truchos y los aportes a la campaña oficialista, al avión u otras posesiones del renunciado Ricardo Jaime, sin descartar el enriquecimiento ilícito denunciado a los Kirchner). Tampoco hay información sobre otros personajes seguramente espiados y escuchados por la empresa de Palacios, ya que –se supone– éste no debería contar en su elenco de afectados sólo a las tres personas mencionadas, inclusive porque si así fuera carecería de sentido económico la organización del ex comisario, pues funcionaría a pérdida desde hace más de dos años. ¿Con una pyme en bancarrota pensaba manejar la Policia Metropolitana? No se explica, tampoco, la demora en la difusión de esos ciudadanos agraviados, esa dilación encierra suspicacias. Menos se sabe de otros jueces complicados en este ejercicio violatorio de la intimidad –ya que Palacios se amparaba, al parecer, en esas protecciones judiciales para sus objetados quehaceres–, apenas trascendieron dos magistrados de Misiones, tierra en la que alguna vez casi capciosamente tuvo domicilio el actual jefe de Gobierno. Demasiado vacío por el momento.

Virtudes públicas, vicios privados

Interrogantes aparte, hay dos cuestiones de fondo a observar en este cuadro: la repugnante vinculación entre lo público y lo privado que ofrece esta profesión de “inteligentes” y, también, las consecuencias de un decreto –de los tiempos de Carlos Menem– que promueve y consagra un monopolio informativo sobre la vida de los ciudadanos en un solo organismo y al cual no pueden limitar ni controlar poderes superiores, judiciales o legislativos. Ni siquiera el propio Ejecutivo, aunque éste sea el que parece estar por encima de esa responsabilidad.

La primera cuestión, entre lo público y lo privado, se revela entre dos funcionarios designados (Palacios y su segundo, el dimitente Chamorro) que conservaban dos oficinas vecinas –que se conectaban en los fondos– no sólo para “escuchar” a privados sino también para otro tipo de tareas (averiguar patrimonios vía Internet, lo cual es legal y –dicen– es ejercitado en más de una empresa para descubrir evoluciones extrañas de dinero). Esta actividad mixta se nutre con la participación de los jueces que avalan esos procedimientos (por desidia u otras motivaciones), casi un atavismo del espionaje y que se entiende por una confusión de roles y responsabilidades: ¿o acaso, sin ese propósito venal, instituciones como la Federal, la Bonaerense o la Gendarmería prestan servicios al sector privado en todo tipo de menesteres (custodia, protección, etc) que finalmente perjudican al Estado? Ya que, por ejemplo, una fuerza de 40 mil hombres, en verdad consta de un tercio dedicado a la seguridad, otro al descanso y el último a un mundo de terceros que lo reclama y paga, aunque a tasa reducida, ya que este servicio de “adicionales” tan común no implica, si ocurre un episodio violento, que la indemnización la pague el contratante sino que la solvente como siempre el Estado. Por lo tanto, lo de Palacios y Chamorro –al margen de otras implicaciones– responde a una cultura ya remota y absurda del entrecruzamiento de virtudes públicas y vicios privados, o viceversa, disparatada en su concepto tanto para la seguridad como para el reino de otros sectores públicos, en los que los funcionarios se apropian y abusan de bienes estatales como si les perteneciera. Usted haga la lista.

Muchas manos en un plato

El otro punto a discurrir, enlazado a estos acontecimientos, proviene de un decreto que habilita a que la SIDE concentre y disponga sin restricciones de todas las comunicaciones a investigar, hecho no habitual en el resto del mundo, actividad que se controla por el propio organismo, generando una obvia y obligada polémica entre los derechos civiles y aquellos intereses de la Nación centralizados en un solo lugar, en un mismo edificio. Hagamos una precaria historia.

Hasta los noventa, las intervenciones telefónicas eran reclamadas por los jueces a distintas fuerzas de seguridad, las que procedían, resguardaban y transcribían el material; cada magistrado elegía la fuerza según su confianza, gusto, prestación o lealtad. A través de ese método, no había confusión de causas, éstas se tabicaban y la Justicia controlaba esa actividad telefónica que abrevia la tarea de los pesquisas. Con el cambio tecnológico de la digitalización –que se potenció con la privatización de ENTEL, seguramente otro de los demonios de los 90–, hubo de mudar el sistema porque las empresas telefónicas eran un tercer sujeto a participar, ya que sólo ellas –más con la aparición de los celulares– podían capturar la información requerida y, a su vez, retransmitirla por fibra óptica en un cable con terminal en un único edificio de la SIDE (determinado por un decreto). Mismo sistema para plataformas de SMS, MMS, e-mails, Facebook, etc. Con los celulares, la culminación de las comunicaciones es la misma, aunque otro el mecanismo: cuando suena el celular elegido, esa llamada también se desvia automáticamente a un receptor del edificio clave. Para tener una idea de la alta complejidad de todo esto, baste saber que Movistar tiene capacidad para intervenir 7 mil celulares en forma simultánea.

Con la vieja práctica, jueces y fiscales ejercían control sobre las intervenciones, había trato directo entre el magistrado y la fuerza encargada, se evitaban pérdidas de casetes, interferencias, deslealtades o traiciones; ahora, por la magnitud de las intervenciones es imposible que un magistrado observe los procedimientos, por la monopolización en un solo lugar, burocrático sin duda, se corre el riesgo de supresión de mensajes, CD, otras desapariciones, cercenamientos o adulteraciones. Cualquier tipo de imputación le cabe a este sistema: nadie sabe si esto es cierto, pero tampoco nadie puede probar lo contrario.

Lo concreto es que todas las comunicaciones requeridas ingresan a la SIDE y, más allá de los propósitos leales de sus funcionarios, es obvia la tentación frente a lo que desfila en esa megacentral, más cuando depende del Poder Ejecutivo: parece impensable que esa tarea tan delicada que compromete garantías constitucionales sea realizada por el propio Ejecutivo, el que a su vez se responsabiliza o atiende las investigaciones que pesan sobre su propio cuerpo (afortunadamente, esto no es frecuente en la Argentina, casi todas las denuncias no avanzan por falta de mérito). Un dislate, claro, que no se observa en otras partes del mundo y que se añade a la complicación de que la SIDE sabe todo lo que se investiga en la Argentina, lo cual alienta no sólo a la obtención ilegal de información en espíritus inescrupulosos, sino al privilegio de conocer lo que se pesquisa legalmente (arma peligrosa también). Este poder que puede embriagar a cualquier burócrata, seguramente no contribuye a que el organismo se encuadre –por más decretos que lo justifiquen– en un razonable sistema democrático.

Por otra parte, si a esta realidad se le incorporan propósitos comerciales –¿de qué modo hay que interpretar la escucha al empresario Avila?–, además de políticos, la participación sospechosa de algunos jueces que se prestan a todo tipo de enjuagues (caso de que un juez del norte argentino haga intervenir el teléfono de un ciudadano con domicilio en la Patagonia), el caso Palacios como operador o no de Macri es apenas la punta de un iceberg, no sólo por las preguntas que faltan formular sino porque la complejidad de las escuchas supera a los partidos, a los tres poderes y, por supuesto, estimula la sospecha de que el ciudadano no es una persona protegida por el Estado sino a merced del experimento que el Estado quiera hacer de él.