COLUMNISTAS
Manchester, San Lorenzo y los doce pasos

La pena máxima

Era flaco, espigado, elegante y llevaba la pelota siempre al pie. Para un niño de la década del sesenta era extraño ver a un jugador pelado y Bobby Charlton, más que un 9, parecía un mayordomo de película.

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Era flaco, espigado, elegante y llevaba la pelota siempre al pie. Para un niño de la década del sesenta era extraño ver a un jugador pelado y Bobby Charlton, más que un 9, parecía un mayordomo de película. Campeón con Inglaterra en el Mundial de 1966, dos años después levantó, como capitán del Manchester United, su primera Copa de Europa; la actual Champions League, el torneo más importante del mundo. Como Alfredo Di Stéfano en el Real Madrid, Charlton es hoy el presidente honorario de su club. Un prócer. Cumpliendo ese rol, el miércoles pasado encabezó la fila para que el presidente de la UEFA, Michel Platini, premiara a los campeones recién consagrados en Moscú. Amable pero firme, se negó a que le colgaran la medalla dorada. “No, gracias, pero esto es para los jugadores; yo no tengo derecho a lucirla”, se disculpó. Platini no lo podía creer.
John Terry, el duro zaguero y capitán del derrotado Chelsea que se resbaló y erró su penal en la definición, con una de las muecas de tristeza más conmovedoras que ha dado le historia del deporte, sí aceptó colgarse la medalla plateada por el segundo puesto. Antes, fue aplaudido junto a su equipo por una doble hilera formada por sus vencedores. Ni se le ocurrió quitársela de un manotazo furioso, como le han enseñado a los futbolistas argentinos. Sucede que los segundos sí existen. Mantener la dignidad y el orgullo en esos terribles momentos de dolor dice mucho más de un hombre que exhibirse en la fácil borrachera del éxito. Entérense, muchachos. Aprendan de tipos como éstos.
Después de 180 minutos, definirlo todo por penales suena inconcebible. Un partido de fútbol es siempre un proceso, más allá si el azar juega a favor o en contra en algún momento. El penal es un duelo. Un mano a mano donde la mente prevalece sobre el músculo y donde hasta los mejores, como Cristiano Ronaldo, pueden fallar. Gracias a Van der Saar, aquel arquero holandés golpeado por el Burrito Ortega en el Mundial de 1998, Carlos Tevez se convirtió en uno de los jugadores argentinos más ganadores. No es ésa su mayor virtud. No es un goleador ni tiene el slalom asombroso de Messi ni el preciosismo de Agüero. Pero tiene un corazón gigante y mucho coraje, cosas que no abundan en el tan profesional fútbol del Primer Mundo. Tevez, criado en el rigor de Fuerte Apache, encaró a todos, no se achicó jamás y cuando lo fue a buscar a Michael Ballack, la estrella alemana, lo chocó y lo dejó despatarrado en el piso, a cinco metros. Se encargó del primer penal, el más difícil. Dibujó una suave curva en su carrera, aceleró y le pegó seco, a un palo, como en el barrio. Gol. No cualquiera.
Pasar de la final de la Champions a la Libertadores, sin anestesia, es una especie de shock estético. Pasa cuando uno ve boxeo americano y después repasa las peleas domésticas de los sábados: parece otro deporte. Un rato de Palermo fue letal frente a un equipo mexicano blandito, apichonado, entregado de antemano. Boca, más allá de sus rivales, juega con la autoridad de un campeón, siempre. No hubo pena, ni penales. No fue el caso de San Lorenzo.
La Liga de Quito no es el Atlas. Es más sólido, tiene jugadores de buen pie, triangulan, son ordenados. Pero San Lorenzo le pudo haber ganado. Orión, que canchereó feo y se hizo un gol en Buenos Aires, no tuvo revancha con los penales y terminó corriendo a un hincha ecuatoriano que entró en la cancha; hubo que sujetarlo entre varios para que no lo golpee. D’Alessandro –esa eterna promesa nunca concretada– conmovió a todos con su llanto. Hasta el inmutable Ramón Díaz parecía quebrado. Todos hablan de su segura renuncia, el fin de un ciclo, limpieza en el plantel, la huída del grupo inversor, peleas, crisis. Es la vieja historia de la Argentina: jugarse todas las fichas a un proyecto, tocar fondo si la suerte no acompaña y cambiar todo. Blanco o negro. Así somos.
Racing, a falta de penales, insiste en dar pena. Fernando De Tomaso no pasará a la historia por sus virtudes, pero quizá lo haga su desopilante advertencia de la semana pasada: “¡Mientras yo sea presidente, a Racing nadie le va a tocar el culo!”. Una frase digna de Isabel Sarli en Carne que, encerrada en un camión, en ropa interior y frente a su quinto abusador, preguntaba, tan naïf: “¡Váyase! ¿Qué pretende usted de mí?”.
En estos días siguió sorprendiendo. Dijo que estaba de acuerdo con la Mesa de Enlace que pide normalizar el club; y que está contento con el nuevo interventor, García Cuerva. Fantástico. Quizá pronto exija su propia renuncia; en Racing todo es posible. Incluso este fervor democrático de las masas académicas que, hartas de estos nueve años de gerenciamiento, exigen un cambio radical. Eso es muy bueno. Pero... ¿Alguien puede pensar, acaso, que si otra Ideas del Sur, Kirchner o Bill Gates, digamos, invierten dinero y contratan figuras para pelear títulos, los hinchas archivarían para mejor ocasión esta pasión transformadora? Mmm... Imposible ser tan injusto, ¿verdad?
“Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo, simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima”, escribió con fina ironía Oscar Wilde. OK, tomo nota lectores, y prometo ocuparme pronto de Boca que, intuyo, será otra vez campeón. Se lo merece. Pero no esta semana, que fue toda para Charlton y Terry, mis héroes personales.
Ustedes disculpen, pero para mí, levantar una copa, siempre será lo más fácil.