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La posibilidad de una isla

¿Se puede decir, a esta altura, algo nuevo sobre David Lynch? Sabiendo de antemano que lo más probable es que uno fracase –y termine echando mano a las remanidas alusiones sobre el peso de lo onírico en sus películas–, el estreno de Imperio en la Argentina, un suceso por donde se lo mire (hacía seis años que Lynch no estrenaba), amerita el esfuerzo.

Tomas150
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¿Se puede decir, a esta altura, algo nuevo sobre David Lynch? Sabiendo de antemano que lo más probable es que uno fracase –y termine echando mano a las remanidas alusiones sobre el peso de lo onírico en sus películas–, el estreno de Imperio en la Argentina, un suceso por donde se lo mire (hacía seis años que Lynch no estrenaba), amerita el esfuerzo.
¿Es Imperio la apuesta más radical del ya de por sí radical director estadounidense? Es probable. Para empezar, la película dura poco más de tres horas. Pero, al margen del dato de la extensión, Lynch parece no sólo haber renunciado a cualquier atisbo de condescendencia con el espectador, sino que, a través de los beneficios de la filmación digital, es posible que haya logrado situarse definitivamente al margen de la gran industria del cine –de hecho no sólo filmó, dirigió y produjo su última película, sino que también se hizo cargo de la distribución.
Entonces: si con Terciopelo azul, Corazón salvaje y Mulholland Drive Lynch aún tendía un hilo –sutil, vaporoso– entre sus filmes y el público, Imperio viene a decretar el fin de la posibilidad de ese diálogo –llevando al extremo el libre albedrío de los espectadores. Ya no hay, salvo breves fragmentos, rastro alguno de trama o relato en un sentido más o menos clásico. Lo que Lynch propone es un acto de entrega total: uno acepta sus reglas por completo o escapa del cine en mitad de la proyección.
Hay mucho de pictórico en Imperio. La anécdota cuenta que cuando Lynch era estudiante de pintura vio cómo el viento que entraba por la ventana movía el lienzo donde pintaba, y que fue esa suerte de epifanía lo que lo decidió a comenzar a filmar. La anécdota puede ser apócrifa, pero es válida para ilustrar la estrecha relación que parecen tener sus películas –la utilización de ciertas escalas cromáticas, la particular forma de iluminar– con las artes plásticas. Una de las mejores maneras de enfrentarse a Imperio es, precisamente, ésa: como si uno estuviera en una exposición. Muchas veces antes, pero sobre todo aquí, de lo que se trata es de una experiencia sensorial: una relación casi física con las imágenes, en la que poco o nada tendrá que ver  la razón.
En un artículo del último número de la revista El Amante, Javier Porta Fouz glosa a Doris Sommer cuando escribe: “El Imperio de Lynch es indomable y particular, y quienes intenten conquistarlo deberían darse cuenta de que ‘inquietarse debería ser parte de la tarea de leer. Liberarse tal vez sea abandonarse al arte y dejar de interpretar cada detalle’”. Porta Fouz señala el guiño que la cita incluye a la última línea del ensayo Contra la interpretación, de Susan Sontag, aquella que reclamaba: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”.
En el libro Perseverancia, Serge Daney –jefe de redacción de Cahiers du Cinéma, muerto en 1992– dice: “Cuando se transforma la puesta en escena en un fetiche, sabemos que al mirar una película no pasamos sencillamente de la vida real a la imaginaria (como creían con cierta ingenuidad los surrealistas) sino a una zona intermedia entre las dos (la del limbo)”. Tal vez sea la del limbo, más que lo onírico o lo inconsciente, la categoría que mejor les quepa a los experimentos más extremos de Lynch. Ese lugar intermedio, indefinido, no sólo difícil de definir en palabras, sino prácticamente imposible de aprehender.
Si puede afirmarse que lo que Lynch hace en Imperio es compilar una antología de sí mismo, donde extrema sus tics hasta lo inverosímil, la pregunta es, entonces: ¿qué hará luego de esta pesadilla monumental?
¿Acaso es posible ir más allá?